miércoles, 13 de junio de 2007

PRMER AMOR.





Los invitados se habían despedido hacía ya largo rato. El reloj acababa de dar las once y media. Sólo nuestro anfitrión, Sergio Nicolaievich y Vladimiro Petrovich permanecían aún en el salón.
Nuestro amigo llamó e hizo retirar los restos de la cena.
-Así que estamos de acuerdo, ¿verdad, señores? -dijo, arrellanándose en un sillón y encendiendo un cigarro-. Cada uno de nosotros ha prometido relatar la historia de su primer amor. Usted empezará, Sergio Nicolaievich.
El interpelado, un hombre bajo, rubio, de rostro abotargado, miró a su anfitrión y después levantó los ojos al techo.
-Yo no he tenido primer amor -declaró, al fin-. Yo empecé directamente por el segundo.
-¿Cómo es eso?
-Simplemente. Tendría a la sazón unos dieciocho años cuando me dio la fantasía de hacerle un poco la corte a una joven, por cierto muy bonita, pero me comporté como si aquello no fuese nuevo para mí; exactamente como lo he hecho posteriormente con otras. Para ser sincero, mi primero -y último- amor, se remonta a la época en que tenía seis años. El objeto de mi pasión era la niñera que cuidaba de mí. Esto queda muy lejos, como pueden ver, y los detalles de nuestras relaciones se han borrado de mi memoria. Por otra parte, aunque los recordara, ¿a quién podrían interesar?
-¿Qué vamos a hacer, entonces? -se lamentó nuestro anfitrión-. Tampoco mi primer amor tiene nada de apasionante. Jamás había amado a nadie antes de conocer a Ana Ivanovna, mi esposa. Todo ocurrió en la forma más natural del mundo: nuestros padres nos prometieron, no tardamos en experimentar una inclinación mutua, y pronto nos casamos. Toda mi historia se compendia en dos palabras. A decir verdad, señores, al poner la cuestión sobre el tapete, yo confiaba en ustedes, jóvenes y solteros...
-El hecho es que mi primer amor no fue un amor trivial -intervino Vladimiro Petrovich, tras breve vacilación.
Era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos negros, ligeramente entreverados de plata.
-¡Ah, menos mal!... ¡Empiece! ¡Le escuchamos!
-Pues bien, ahí va... Pero, no, no les explicaré nada, porque soy muy mal narrador y mis relatos suelen ser secos y breves o largos y falsos. Si no tienen ustedes inconveniente en ello, prefiero consignar todos mis recuerdos en un cuaderno, y leérselos luego.
Sus compañeros, al principio, no estaban dispuestos a aceptar la proposición, pero Vladimiro Petrovich acabó por convencerlos. Quince días más tarde, se reunían de nuevo. Vladimiro había cumplido su promesa.
Y esto es lo que había anotado en su cuaderno:
I
Tenía a la sazón dieciséis años. Ello acontecía en el curso del verano de 1833.
Yo vivía en casa de mis padres, en Moscú. Habían alquilado una villa cerca de la Puerta Kalugski, frente al jardín Neskuchny. Yo me preparaba para la universidad, pero trabajaba poco y sin prisa.
Nada coartaba mi libertad: tenía derecho a hacer todo lo que se me antojaba, sobre todo desde que me había liberado de mi último preceptor, un francés que jamás había logrado hacerse a la idea de que me había caído en Rusia comme une bombe y se pasaba los días enteros echado en su cama con una expresión exasperada.
Mi padre me trataba con tierna indiferencia; mi madre apenas me prestaba atención, a pesar de que yo era su único hijo: la absorbían otra clase de preocupaciones.
Mi padre, joven y apuesto, había hecho un matrimonio de conveniencia. Mi madre, diez años mayor que él, había tenido una existencia muy triste: siempre inquieta, celosa y taciturna, no se atrevía a traicionarse en presencia de su marido, al que temía mucho... Él, por su parte, afectaba una severidad fría y distante... Jamás he conocido hombre más seguro, más tranquilo y más autoritario que él.
Siempre recordaré las primeras semanas que pasé en la villa. Hacía un tiempo soberbio. Nos habíamos instalado en ella el 9 de mayo, día de San Nicolás. Yo solía ir a pasear por nuestro parque, el Neskuchny, o por el otro lado de la Puerta de Kalugsky; me llevaba cualquier libro de texto -el de Kaidanov, por ejemplo-, pero raras veces lo abría, y me pasaba la mayor parte del tiempo declamando versos, de los cuales sabía muchísimos de memoria. Mi sangre se agitaba, y mi corazón se lamentaba con dulce alegría; esperaba algo, y me sentía atemorizado sin saber por qué, siempre intrigado y dispuesto a todo, sin embargo. Mi imaginación jugaba y remolineaba alrededor de las mismas ideas fijas, como los vencejos, al amanecer, en torno del campanario. Me sentía soñador, melancólico, y a veces llegaba hasta a derramar lágrimas. Pero a través de todo aquello, brotaba, como la hierba en primavera, una vida joven e hirviente.
Poseía un caballo. Lo ensillaba yo mismo y marchaba muy lejos, solo, al galope. Ora me imaginaba ser un caballero que entraba en liza -¡y cuán alegremente silbaba el viento en mis oídos!-, ora levantaba el rostro al cielo, y mi alma, abierta de par en par, se empapaba de su luz deslumbradora y de su azul.
Ni una imagen de mujer, ni siquiera un fantasma de amor se habían presentado todavía claramente a mi espíritu; pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía, se ocultaba un presentimiento sólo a medias consciente y lleno de reticencias, la presencia de algo inédito, infinitamente dulce y femenino...
Y aquella espera se adueñaba de todo mi ser: la respiraba, fluía por mis venas, por cada gota de mi sangre... Y pronto debía verse colmada.
Nuestra villa estaba formada por un edificio central, de madera, con una columna flanqueada por dos alas bajas; el ala izquierda albergaba una minúscula manufactura de papeles pintados... Yo la visitaba a menudo. Una decena de muchachos escuchimizados, de pelo hirsuto, con el rostro marcado ya por el alcohol, vestidos con guardapolvos grasientos, saltaban sobre las palancas de madera que ejercían presión sobre los bloques de las prensas. Así el peso de su débil cuerpo imprimía los arabescos multicolores del papel pintado. El ala derecha, desocupada, estaba por alquilar.
Un buen día, aproximadamente tres semanas después de nuestra llegada, los postigos de las ventanas de esta ala se abrieron ruidosamente, y pude ver unas caras femeninas: teníamos vecinos. Recuerdo que aquel anochecer, durante la cena, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran los nuevos inquilinos. Y al oír el nombre de la princesa Zassekine, repitió primero, con veneración: “¡Ah, una princesa!-, y enseguida agregó: “Desde luego, arruinada”.
Las señoras han llegado en tres coches de alquiler -observó el criado, sosteniendo respetuosamente el plato-. No tienen coche propio, y en cuanto a los muebles, no valen absolutamente nada.
-Sí, pero aun así, lo prefiero -replicó mi madre. Mi padre la miró fríamente, y ella enmudeció.
Efectivamente, la princesa Zassekine no podía ser rica: el pabellón que había alquilado era tan vetusto, pequeño y bajo, que hasta personas de escasa fortuna se hubiesen negado a alojarse en él. Por mi parte, no presté ninguna atención a aquella conversación. Tanto más cuanto que el título de princesa no podía producirme la menor impresión, puesto que precisamente acababa de leer Los bandidos, de Schiller.
II
Había adoptado el hábito de pasear todas las tardes por las avenidas de nuestro parque, con una escopeta bajo el brazo, acechando a los cuervos. Toda mi vida he odiado profundamente a esos animales voraces, prudentes y maliciosos. Aquella noche, habiendo bajado al jardín, como de costumbre, acababa de recorrer en vano todos los paseos: los cuervos me habían reconocido y sus graznidos estridentes llegaban hasta mí desde muy lejos. Guiado por el azar, me acerqué a la cerca baja que separaba nuestra finca de la estrecha faja de jardín que se extendía a la derecha del ala y de ella dependía.
Caminaba con la cabeza gacha cuando me pareció oír rumor de voces; lancé una mirada por encima de la cerca, y me detuve estupefacto... Un extraño espectáculo se ofrecía a mis miradas.
Frente a mí, a muy pocos pasos, sentada en un retazo de césped bordeado de frambuesos verdes, se hallaba una joven, alta y esbelta, que lucía un vestido rosa a rayas y una toquilla blanca; cuatro muchachos la rodeaban, formando círculo, y ella les golpeaba en la frente por turno, con una de esas flores grises cuyo nombre no recuerdo, pero que los niños conocen muy bien: forman como unas bolsitas que estallan haciendo ruido cuando chocan con algo duro. Las víctimas ofrecían la frente con tal entusiasmo, y había tanto hechizo, tanta ternura imperativa y burlona, tanta gracia y elegancia en los ademanes de la joven (a la que veía de perfil) que estuve a punto de lanzar un grito de sorpresa y de encanto... Hubiese dado el mundo entero para que aquellos dedos adorables me golpearan a mí también.
La escopeta se me deslizó hasta el suelo; me había olvidado de todo y devoraba con los ojos aquel talle grácil, aquel cuello esbelto, aquellas lindas manos, aquellos cabellos rubios ligeramente revueltos bajo el pañuelo blanco, aquellos ojos inteligentes, entornados, aquellas cejas y aquellas mejillas aterciopeladas...
-Dígame usted, joven, ¿le parece correcto mirar así a una señorita a la que no conoce? dijo de pronto una voz, muy cerca de mí. Me sobresalté y quedé de una pieza... Un muchacho de cabellos negros, muy cortos, me miraba fijamente, con expresión irónica, desde el otro lado de la cerca. En aquel preciso instante, la joven se volvió también hacia mí... Pude ver sus grandes ojos grises, en un rostro móvil agitado súbitamente por un leve temblor, y la carcajada, reprimida al principio, brotó, sonora, poniendo al descubierto sus dientes blancos y arqueando curiosamente las cejas de la muchacha... Me sonrojé lamentablemente, recogí la escopeta y eché a correr con todas mis fuerzas, perseguido por las carcajadas. Llegué a mi habitación, me arrojé encima de la cama, y escondí la cara entre las manos. Mi corazón latía como loco; me sentía confuso y feliz, presa de una turbación como jamás hasta entonces la había experimentado.
Después de descansar un rato me peiné, cepillé mis ropas y bajé a tomar el té. La imagen de la muchacha flotaba ante mí; mi corazón se había serenado, pero seguía deliciosamente encogido.
-Pero ¿qué te pasa? -me preguntó bruscamente mi padre-. ¿Has matado algún cuervo?
Sentí deseos de confesárselo todo, pero me retuve y me limité a sonreír para mis adentros. En el momento de acostarme hice tres piruetas a la pata coja -sin saber por qué- y me puse brillantina en los cabellos. Dormí como un tronco. Poco antes del amanecer, me desperté un instante, levanté la cabeza, miré a mi alrededor, lleno de felicidad... y volví a dormirme.
III
“¿Cómo me las compondré para trabar conocimiento con ellos?” Esto fue lo primero que pensé al despertar.
Bajé al jardín antes de la hora del té, pero evité acercarme demasiado a la cerca, y no vi a nadie.
Después del té, pasé una y otra vez por delante de su pabellón e intenté penetrar desde lejos el secreto de las ventanas... Un momento me pareció adivinar detrás de los visillos un rostro, y me alejé precipitadamente.
“Sin embargo, es absolutamente preciso que la conozca”, me decía a mí mismo, paseando al azar por el llano arenoso que se extiende delante de Naskuchny. “Pero ¿cómo? He aquí el problema”. Evoqué los menores detalles del encuentro de la víspera; de toda la aventura, su risa era lo que más me había impresionado, sin saber por qué...
Pero mientras así me exaltaba e imaginaba toda clase de planes, el destino me había tomado ya bajo sus alas...
Durante mi ausencia, mi madre había recibido una carta de nuestra vecina. El mensaje aparecía escrito en un papel gris muy ordinario, sellado con cera virgen, de esa que sólo se encuentra general mente en las oficinas de correos o en los tapones de los vinos de calidad inferior. En aquella carta, en la que la falta de cuidado en la sintaxis no era inferior a la de la caligrafía, la princesa solicitaba de mi madre ayuda y protección. Mi madre, según nuestra vecina, estaba estrechamente relacionada con personajes influyentes, de quienes dependía la suerte de la princesa y de sus hijos, puesto que se hallaba metida en importantes pleitos.
“Me dirigo a usté”, dama, “como una muger noble a hotra muger noble, y, por otra parte, aprobecho la ocasión...”. En conclusión, la princesa solicitaba autorización para acudir a visitar a mi madre...
Esta se mostró sumamente molesta: mi padre estaba ausente, y no sabía en quién aconsejarse. Desde luego, era posible dejar sin respuesta la misiva de la “muger noble”, ¡princesa además! Pero ¿qué hacer? Parecía fuera de lugar escribirle en francés, y la ortografía rusa de mi madre cojeaba un tanto; ella lo sabía y no quería ponerse en evidencia.
Mi regreso le cayó como una bendición. Mamá me pidió que fuese inmediatamente a casa de la princesa y le comunicara que siempre nos encantaría, en la medida de lo posible, ser útiles a Su Alteza y que sería para nosotros un gran placer recibir su visita entre mediodía y la una. La súbita realización de mi velado deseo me llenó de alegría y de aprensión a un tiempo. Sin embargo, disimulé a la perfección, y, antes de llevar a cabo mi misión, subí a mi cuarto para ponerme una corbata nueva y el redingote. En mi casa, a pesar de mis protestas, todavía me obligaban a llevar chaqueta corta y cuello bajo.
IV
Penetré en el vestíbulo pequeño y mal amueblado, sin lograr dominar un temblor involuntario, y me tropecé con un viejo criado canoso, de rostro color de bronce y ojos melancólicos y pequeños, como los de un cerdo. Su frente y sus sienes aparecían surcadas por profundas arrugas, como en mi vida las había visto iguales. Llevaba la espina de un arenque en un plato. Al verme, cerró con el pie la puerta que daba a otra estancia y me preguntó, con brusquedad:
-¿Qué desea usted?
-¿Está en casa la princesa Zassekine? pregunté.
-¡Bonifacio! -gritó, detrás de la puerta una voz ronca de mujer.
El criado me volvió la espalda, silenciosamente, ofreciendo a mis miradas una librea muy desgastada en la parte de los omóplatos, cuyo único botón, cubierto de orín, llevaba grabadas las armas de la princesa, dejó el plato en el suelo y me dejó solo...
-¿Has ido a la comisaría? -siguió la misma voz.
El criado murmuró algo.
-¿Dices... que hay alguien...? ¿El hijo del dueño de al lado?... ¡Qué pase!
-Tenga la bondad de pasar al salón -dijo el criado, reapareciendo ante mí y recogiendo el plato.
Rectifiqué inmediatamente mi atuendo y pasé al “salón”.
Me hallaba en una estancia pequeña, nada limpia por cierto, amueblada pobremente y de manera improvisada. Una mujer, de unos cincuenta años de edad, con la cabeza descubierta, estaba sentada en un sillón de brazos rotos, junto a la ventana. Llevaba un vestido ajado de color verde y un pañolón abigarrado de pelo de camello alrededor del cuello. Me devoraba literalmente con sus ojillos negros.
Me acerqué a ella y la saludé.
-¿Tengo el honor de hablar con la princesa Zassekine?
-Yo soy. ¿Es usted el hijo del señor V...?
-Sí, princesa. Mi madre me ha confiado un recado para usted.
-Siéntese, por favor... ¡Bonifacio!... ¿Dónde tengo las llaves? ¿No las has visto, por casualidad?
Trasladé a mi interlocutora la respuesta de mi madre. La dama me escuchó tamborileando en el cristal de la ventana con sus dedos rechonchos y rojos, y cuando acabé de hablar, me miró de nuevo.
-Muy bien. Iré sin falta -dijo, al fin-. ¡Qué joven es usted! ¿Qué edad tiene, si no es indiscreción preguntárselo?
-Dieciséis años -respondí, no sin una voluntaria vacilación.
La princesa se sacó del bolsillo unos papeles grasientos y arrugados, se los acercó a la nariz, y empezó a descifrarlos.
-¡Hermosa edad! -dijo de pronto, volviéndose hacia mí y moviendo su asiento-. Por favor, nada de cumplidos. En mi casa todo es sencillo.
“Quizás demasiado”, agregué yo, para mí, mirando con disgusto su figura descuidada.
En aquel preciso instante se abrió otra puerta, y la muchacha de la víspera apareció en el umbral. Levantó la mano y una sonrisa burlona iluminó su rostro.
-Es mi hija -dijo la princesa, señalándola con el codo-. Zinoehka, es el hijo de nuestro vecino, el señor V... ¿Cómo se llama usted, joven?
-Vladimiro balbucí turbado y levantándome precipitadamente.
-¿Y el patronímico?
Petrovich.
-¡Vaya! Conocí a un comisario de policía que se llamaba también Vladimiro Petrovich. Bonifacio, no busques más las llaves: las tengo en el bolsillo.
La muchacha seguía mirándome con la misma expresión burlona, entornando ligeramente los ojos y con la cabeza un poco ladeada.
-Ya le vi a usted, señor Voldemar -empezó de pronto. El sonido argentino de su voz me estremeció con un dulce temblor-. ¿No le importa que le llame así, verdad?
-Desde luego balbucí apenas.
-¿Dónde le viste? -preguntó la princesa.
-La muchacha no le contestó.
-¿Tiene un minuto libre? me preguntó de nuevo.
-Sí, señorita.
-¿Quiere ayudarme a devanar esta madeja de lana? Venga conmigo a mi habitación.
Y salió del “salón” haciendo un ademán con la cabeza. Yo la seguí pegado a sus talones.
El mobiliario de la pieza a la que entramos era un poco mejor y se hallaba dispuesto con más gusto que el del salón.
Pero, a fuer de sincero, debo confesar que apenas me di cuenta de ello: caminaba como un sonámbulo, y sentí en todo mi ser una especie de éxtasis feliz lindante con la estupidez.
La joven princesa cogió una silla, buscó una madeja de lana roja, la desató cuidadosamente, me indicó un asiento frente a ella, y me puso la madeja entre las manos abiertas.
Había en todos sus gestos una lentitud divertida: la misma sonrisa, clara y avispada, permanecía en el ángulo de sus labios entreabiertos. Empezó a ovillar la lana en un cartón doblado por la mitad, y de pronto me iluminó con una mirada tan rápida y radiante que, a mi pesar, tuve que bajar los ojos. Cuando los suyos generalmente entornados se abrían en toda su inmensidad, su rostro se transfiguraba instantáneamente, como inundado por un rayo de sol.
-¿Qué pensó ayer de mí, señor Voldemar? me preguntó al cabo de unos instantes-. Apuesto a que me juzgó muy severamente. Yo... princesa... no pensé nada en absoluto... ¿Cómo podría permitirme...? -balbucí, inerme.
-Escúcheme con atención -siguió ella-. Usted no me conoce todavía. Soy una lunática. Usted tiene dieciséis años, ¿verdad? Yo tengo veintiuno... Soy mucho más vieja que usted; por consiguiente, tiene usted que decirme siempre la verdad... y obedecerme -agregó-. Vamos, míreme a la cara... ¿Por qué baja siempre los ojos? Mi turbación subió de punto, pero, aun así, levanté la cabeza. La joven sonreía todavía, pero con otra sonrisa, una sonrisa, en la que había un matiz de aprobación.
Míreme bien -dijo, bajando la voz a un tono acariciador-. No me resulta nada desagradable... Su cara me gusta, y presiento que llegaremos a ser muy buenos amigos... ¿Y yo, le gusto? -acabó, insidiosa.
-Princesa... -empecé.
-Ante todo, llámeme Zinaida Alexandrovna... En segundo lugar, ¿a qué obedece esta costumbre de los niños -se corrigió inmediatamente-, de los jóvenes, de ocultar sus verdaderos sentimientos? Esto es propio de las personas mayores. ¿No es verdad que le gusto?
Su franqueza, desde luego, me entusiasmaba, pero no dejaba de turbarme ligeramente. Para demostrarle que no se las había con un niño, adopté -en lo posible- una expresión grave y desenvuelta:
Claro que sí, me gusta usted mucho, Zinaida Alexandrovna, y no tengo por qué ocultarlo.
La joven movió suavemente la cabeza.
-¿Tiene usted preceptor? me preguntó a quemarropa. No, ya no, desde hace mucho tiempo.
Mentía burdamente: apenas hacía un mes que se había marchado el francés.
-¡Entonces ya es usted una personita mayor!
Y me golpeó ligeramente los dedos.
-¡Sostenga las manos rectas!
Y siguió ovillando la lana con aplicación.
Yo aproveché que la joven había bajado los ojos para examinarla, primero con disimulo y después con mayor osadía. Su rostro me pareció todo en él era fino, inteligente y encantador. La joven se hallaba de espaldas a la ventana velada con un visillo blanco; un rayo de sol se filtraba a través de la fina tela e inundaba de luz sus cabellos huecos y dorados, su cuello inocente, la curva de sus hombros, su pecho tierno y sereno. Yo la contemplaba y ¡cuán próxima y querida se me aparecía! Tenía la impresión de que la conocía desde hacía mucho tiempo, y de que hasta que la había visto, nada sabía y nada había vivido... La joven llevaba un vestido de color oscuro, bastante usado, y un delantal. Hubiese deseado acariciar dulcemente cada doblez de sus ropas. “Estoy delante de ella, nos hemos conocido...” Las puntas de sus pies aparecían, coquetones, bajo su falda, y yo sentía deseos de adorarlos de rodillas... “¡Qué dicha, santo Dios!”, me decía... Estaba a punto de ponerme a saltar de alegría, pero logré contenerme y me limité a balancear las piernas, como un niño que se está comiendo el postre.
Me encontraba como el pez en el agua, y, por mí, jamás hubiese salido de aquella estancia.
Sus párpados se levantaron delicadamente; los ojos claros brillaron con suave resplandor, y la joven me sonrió de nuevo.
-¡Ay, cómo me mira! dijo lentamente y amenazándome con un dedo.
Me sonrojé violentamente... “Lo adivina todo, lo ve todo”, me dije trágicamente. Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? De pronto se oyó un ruido en la estancia contigua y el tintineo de un sable.
-¡Zina! -llamó la princesa-. ¡Belovzorov te ha traído un gatito!
-¡Oh, un gatito! -exclamó Zinaida.
Se levantó de un salto, me arrojó el ovillo sobre las rodillas y salió precipitadamente.
Yo me levanté también, dejé la lana en el antepecho de la ventana, pasé al salón y me detuve, estupefacto, en el umbral. Un gatito atigrado se hallaba echado en medio de la estancia, con las patas se paradas; de rodillas ante él, Zinaida le levantaba el hocico con precaución. Al lado de su madre, entre las dos ventanas, se hallaba un joven húsar, muy apuesto, de cabellos rubios y rizados, tez sonrosada y ojos salientes.
-¡Qué gracioso! -repetía Zinaida-. ¡Pero los ojos no son grises, en absoluto, sino verdes! ¡Y qué orejas tan grandes!... Gracias, Víctor Egorovich... Es usted un amor.
El húsar, en quien yo había reconocido ya a uno de los jóvenes de la víspera, sonrió y se inclinó, haciendo sonar las espuelas y la anilla del sable.
-Ayer expresó usted el deseo de tener un gatito atigrado de orejas largas. ¡Sus deseos son órdenes!
Y se inclinó de nuevo.
El gatito maulló débilmente y empezó a explorar el suelo con la punta de su hocico.
-¡Oh, tiene hambre! -exclamó Zinaida-. ¡Bonifacio!... ¡Sonia! ¡De prisa, leche!
Una criada, que llevaba un viejo vestido amarillo y un pañuelo al cuello, entró en la estancia con un platito de leche que colocó delante del animal. El gato se estremeció, cerró los ojos y empezó a beber la leche con la lengua.
-¡Qué lengüecita tan roja! -observó Zinaida, bajando la cabeza casi a nivel del hocico.
El gatito, harto, empezó a ronronear. Zinaida se levantó y ordenó a la criada que se lo llevara, en tono perfectamente indiferente. -Su mano, por el gatito -sonrió el húsar, inclinando su cuerpo de atleta ceñido por un uniforme flamante.
-¡Las dos! -respondió Zinaida.
Mientras el joven le besaba las manos, ella me miró por encima de su hombro.
Yo permanecí inmóvil donde me hallaba, sin saber si debía reír, decir algo o callar.
De pronto, vi por la puerta entreabierta del vestíbulo, a Teodoro, nuestro criado, que me hacía signos. Y, maquinalmente, salí. -¿Qué quieres? -le pregunté.
-Su madre me envía a buscarle -respondió Teodoro, a media voz-. Están enfadados porque no ha vuelto usted con la respuesta.
-Pero ¿tanto rato hace que estoy aquí?
Más de una hora.
-¡Más de una hora! -repetí, a mi pesar.
No tenía más remedio que volver a entrar en el “salón” para despedirme.
-¿Adónde va usted? me preguntó la joven princesa, mirándome todavía por encima del hombro del húsar.
Tengo que volver a casa... Voy a decir que ha prometido usted ir a la una -agregué, dirigiéndome a la madre.
-Eso es, joven.
Sacó una cajita de rapé y aspiró una pulgarada tan ruidosamente que me sobresalté.
-Eso es -repitió, guiñando los ojos llenos de lágrimas y en tono quejumbroso.
Saludé una vez más y abandoné la estancia turbado, como todo adolescente que siente las miradas fijas en él.
-¡Vuelva usted a vernos, señor Voldemar! -dijo Zinaida, soltando de nuevo la carcajada.
“¿Por qué ríe siempre?”, me preguntaba yo, volviendo a casa en compañía de Teodoro. El criado caminaba unos pasos detrás de mí y no decía nada, pero yo tenía la sensación de que no aprobaba mi conducta. Mi madre me regañó y se mostró muy sorprendida ante mi demora en casa de la princesa. Yo nada respondí y subí a mi habitación.
Y de pronto me sumergió una inmensa ola de desdicha... Apenas podía reprimir las lágrimas... Sentía unos celos horribles del húsar.
V
La princesa fue a ver a mi madre, tal como había prometido hacerlo. No le cayó simpática. Yo no estuve presente en la entrevista, pero en la mesa, mamá declaró a mi padre que aquella princesa Zassekine le había producido la impresión de ser “una mujer vulgar”, que la había fastidiado enormemente con sus peticiones y sus ruegos de que interviniera cerca del príncipe Sergio, que tenía pleitos en cantidad - ‘asuntos vulgares, de dinero”-, y que debía ser muy quisquillosa. Sin embargo, mi madre agregó que había invitado para el día siguiente; a cenar, a la princesa y a su hija (y al oír “su hija” hundí la nariz en el plato) y justificó esta invitación por el hecho de que se trataba de una vecina, y, además, “de la nobleza”. A ello mi padre respondió diciendo que, en su juventud, había conocido al príncipe Zassekine, un hombre muy educado, pero lunático y poco juicioso. Sus amigos le llamaban “el parisiense” porque había vivido largo tiempo en la capital francesa; enormemente rico y arruinado posteriormente en el juego, se había casado nunca se supo por qué, quizás por su dote- con la hija de un magistrado (a lo que mi padre agregó que hubiese podido encontrar mejor partido). Después de su boda, habiéndose dedicado a jugar a la Bolsa, se arruinó definitivamente.
-¡Con tal que no pretenda que le preste dinero! -suspiró mi madre.
No me extrañaría en absoluto -observó mi padre, impávido-. ¿Habla francés?
Muy mal.
-Hum... Bueno, a decir verdad, no tiene importancia... Acabas de decir, creo, que has invitado con ella a su hija. Me han asegurado que se trata de una persona amable y muy culta.
-¡Vaya! ¡Por lo visto no se parece a su madre! replicó mamá.
-¡Ni a su padre! El príncipe era instruido, pero tonto.
Mi madre suspiró de nuevo y se sumió en sus ensueños. Mi padre calló. Durante todo aquel diálogo, yo me sentí terriblemente turbado.
Después de comer bajé al jardín, pero sin escopeta. Me había jurado a mí mismo no acercarme a la “cerca de los Zassekine”, pero una fuerza invisible me atraía hacia ella. ¡Y con motivo!
Apenas había llegado a la cerca cuando divisé a Zinaida. Estaba sola, en un sendero, con un libro en la mano, pensativa. La joven no advirtió mi presencia.
Estuve a punto de dejarla pasar, pero, cambiando de parecer en el último momento, tosí afectadamente.
La muchacha se volvió, pero sin detenerse, apartó con la mano la ancha cinta azul de su sombrerito, que miró, sonrió dulcemente y reanudó su lectura.
Yo me quité el gorro y me alejé, dolido, después de unos instantes de vacilación.
-“¿Quién soy yo para ella?”, me dije en francés, no sé por qué. Unos pasos familiares sonaron a mi espalda: era mi padre, que me alcanzaba con su caminar ligero y rápido.
-¿Es ésta la joven princesa? me preguntó.
-Sí, ella es.
-¿Así que la conoces?
-Sí, esta mañana la vi en casa de su madre.
Mi padre se detuvo bruscamente, dio media vuelta y retrocedió. Cuando llegó a la altura de la joven, la saludó cortésmente. Ella le respondió con cortesía mezclada de sorpresa y dejó de lado su libro. Advertí que seguía a mi padre con la mirada.
Mi padre vestía siempre con esmero y distinción, aliados a una perfecta sencillez, pero jamás su talle me había parecido tan esbelto, jamás su sombrero había descansado con mayor elegancia sobre sus rizos, apenas un poco aclarados.
Me dirigí hacia Zinaida, pero la joven no me concedió siquiera una mirada; recogió su libro y se alejó.
VI
Pasé toda la velada y toda la mañana del día siguiente sumido en una especie de torpor melancólico. Intenté ponerme a trabajar, y abrí el Kaidanov, pero en vano: las largas estrofas y las páginas del célebre manual desfilaban ante mí sin franquear la barrera de los ojos. Diez veces seguidas releí esta frase: “Julio César se distinguía por su arrojo en el combate”. No comprendía ni una sola palabra, y al fin renuncié. Antes de la cena, me peiné con esmero, y me puse el redingote y la corbata nueva.
-¿Para qué? me dijo mi madre-. Todavía no has ingresado en la facultad, y sabe Dios si ingresarás algún día... Por otra parte, acaban de hacerte una chaqueta y no vas a abandonarla a los pocos días.
Pero... esperamos invitados, ¿no? balbucí, con el corazón dolido.
-¡Para lo que valen!
Tenía que obedecer. Substituí el redingote por la chaqueta, pero no me quité la corbata.
La princesa y su hija se presentaron con media hora larga de anticipación. La princesa se había puesto un chal amarillo por encima del vestido verde que yo le conocía ya, y llevaba, además, un gorro pasado de moda, con cintas color de fuego.
Desde el primer momento empezó a hablar de pagarés, suspirando, lamentándose de su miseria, con unos gemidos que partían el corazón, y tomando rapé tan ruidosamente como en su casa. Parecía haber olvidado su título de princesa, se agitaba en su silla, se volvía a un lado y a otro, y producía en sus anfitriones un efecto desastroso. Zinaida, por el contrario, muy orgullosa y casi austera, se comportaba como una auténtica princesa. Su rostro aparecía frío, inmóvil y grave: no parecía la misma, ni por su mirada ni por su sonrisa; pero se me antojaba más adorable aún en aquel nuevo aspecto.
Se había puesto un vestido ligero, de bombasí, con arabescos azul pálido; sus cabellos pendían a ambos lados de su rostro en largos rizos, enmarcándolo, al estilo inglés, y aquel peinado armonizaba exquisitamente con la expresión fría de sus rasgos. Mi padre estaba sentado a su lado y le hablaba con su cortesía refinada y serena. De vez en cuando la miraba, y ella me miraba también con una expresión extraña, casi hostil. Se expresaban en francés y recuerdo que me llamó la atención la pureza impecable del acento de la joven.
En cuanto a la vieja princesa, seguía comportándose con el mayor desparpajo, comía por cuatro y hacía grandes elogios de los platos que le servían.
Su presencia parecía importunar a mi madre, quien respondía a todas sus preguntas con una especie de desdén melancólico; en cuanto a mi padre, de vez en cuando fruncía el ceño, casi imperceptiblemente.
Zinaida no tuvo la fortuna de agradar a mi madre más que la vieja princesa.
-Demasiado orgullosa -afirmó al día siguiente-. Y, la verdad, no tiene de qué, con su aspecto de media virtud.
-Probablemente no has visto jamás ninguna señorita de media virtud -replicó mi padre.
-¡Dios me libre! ¡Ni falta que me hace!
-Desde luego, no te hace ninguna falta; pero entonces, ¿cómo te atreves a juzgarlas?
Durante toda la cena, Zinaida no había dedicado la menor atención a mi pobre persona. Poco después de los postres, la dama empezó a despedirse.
-Confío en su protección, María Nilaievna y Piotr Vasilievich -dijo dirigiéndose a mis padres y arrastrando las palabras-. ¿Qué quieren ustedes? ¡Se acabaron los buenos tiempos! Ostento el título de Serenísima -agregó, con una risita desagradable-, pero ¿de qué me sirve, pregunto, yo, con el estómago vacío?
Mi padre la saludó ceremoniosamente, y la acompañó hasta la puerta de la antesala. Yo iba a su lado, en mi chaqueta estrecha, los ojos clavados en el suelo, como un condenado a muerte. La forma en que me había tratado Zinaida me había anonadado por completo. ¡Cuál sería, pues, mi sorpresa, cuando, al pasar frente a mí, la joven me susurró rápidamente, acariciándome con una mirada: “Venga a mi casa a las ocho. ¿Me oye? Venga sin falta”. Abrí los brazos, estupefacto, pero la joven ya había salido, después de sujetarse un pañuelo blanco a la cabeza.
VII
A las ocho en punto, ataviado con mi redingote y los cabellos peinados “en coca”, me presenté en el vestíbulo del pabellón de la princesa. El viejo mayordomo me miró con expresión sombría y mostró muy poca prisa en levantarse de su banqueta. Del salón llegaban hasta mí unas voces alegres. Abrí la puerta y retrocedí, estupefacto. Zinaida se hallaba de pie en una silla, en medio de la estancia, con un sombrero de copa; cinco hombres formaban círculo a su alrededor, e intentaban introducir la mano en el sombrero, que ella levantaba cada vez más alto sacudiéndolo enérgicamente.
Cuando me vio, exclamó inmediatamente:
-¡Esperen, esperen! ¡Un nuevo invitado! ¡Tenemos que darle también un papelito!
Y, saltando de la silla, se acercó a mí y me tiró de la manga. -¡Venga usted! ¿Por qué se queda aquí? Amigos míos, les presento al señor Voldemar, el hijo de nuestro vecino. Y estos señores aquí presentes son: el conde Malevsky, el doctor Luchine, el poeta Maidanov, Nirmatzky, un capitán retirado, y Belovzorov, el húsar al que ya vio ayer. Espero que haga buenas migas con ellos.
En mi confusión, no saludé a nadie. El doctor Luchine no era otro que el hombre moreno que me había dado aquella molesta lección, el otro día, en el jardín. A los demás no los conocía.
-¡Conde! prosiguió Zinaida-. Prepare un papelito para el señor Voldemar.
El conde era un apuesto muchacho, repulido, de cabellos negros, ojos oscuros, muy expresivos, nariz pequeña y un bigotito recortado sobre unos labios minúsculos.
Esto no es justo -objetó-. El señor no ha jugado a prendas con nosotros.
-Desde luego -convinieron a coro, Belovzorov y el que me había sido presentado como un capitán retirado.
De unos cuarenta años, y con la cara muy picada de viruela, éste tenía los cabellos rizados como un árabe, los hombros cargados y las piernas arqueadas. Llevaba uniforme sin charreteras y desabrochado.
-Hagan el papel, puesto que lo digo yo -repitió la joven-. ¿Qué es este motín? Es la primera vez que recibimos al señor Voldemar en nuestra compañía, y no hay por qué aplicarle la ley con demasiado rigor. ¡Vamos, sin rechistar! Escriban. ¡Lo quiero yo!
El conde esbozó un ademán de disconformidad, pero bajó dócilmente la cabeza, tomó una pluma en su blanca mano, cuyos dedos aparecían cubiertos de anillos, arrancó un pedazo de papel y empezó a escribir.
-Permítanos al menos que expliquemos el juego al señor Voldemar -intervino Luchine, sarcástico-. Porque le veo completamente despistado. Vea usted, joven, jugamos a las prendas: la princesa paga prenda, y quien saque el número bueno tendrá derecho a besarle la mano. ¿Ha comprendido?
Le dirigí una mirada vaga, pero permanecí inmóvil, perdido en un ensueño nebuloso. Zinaida se encaramó de nuevo en la silla y volvió a agitar el sombrero. Los demás se agruparon a su alrededor, y yo los imité.
-¡Maidanov! -dijo Zinaida a un joven alto, de rostro enjuto y ajillos de miope, con cabellos negros y exageradamente largos-. Maidanov, debería usted hacer una obra de caridad y ceder su papelito al señor Voldemar, para que éste tuviera dos probabilidades en lugar de una.
Maidanov negó con la cabeza, y aquel gesto dispersó su larga cabellera.
Fui el último en meter la mano en el sombrero, cogí el billete, lo despegué y... ¡Oh, Dios mío! ¡Un beso! No sabría explicarles lo que experimenté al leer aquella palabra.
-¡Un beso! -exclamé sin querer.
-¡Estupendo! ¡Ha ganado! -aplaudió la princesa-. ¡Estoy encantada!
Bajó de la silla y me miró a los ojos con tan dulce claridad que mi corazón se estremeció.
-¿Y usted, está contento? me preguntó.
Yo... -balbucí.
Véndame su billete me susurró Belozorov-. Le doy cien rublos por él.
Le respondí con una mirada tan indignada, que Zinaida aplaudió y Luchine exclamó:
-¡Muy bien! Sin embargo prosiguió-, en mi calidad de maestro de ceremonias debo velar por la estricta observancia de todas las reglas. Señor Voldemar: hinque una rodilla en el suelo. Es el reglamento.
Zinaida se situó frente a mí, ladeando la cabeza, como para verme mejor, y me tendió gravemente la mano. Yo apenas veía ante mí... quise hincar una rodilla, pero caí sobre las dos, y llevé tan torpemente la mano de le joven a mis labios, que me arañó con una uña.
-¡Perfecto! declaró Luchine, ayudándome a levantarme. Seguimos jugando a las prendas, y Zinaida me obligó a sentarme a su lado.
¡Qué prendas tan extravagantes inventaba la joven! Una vez hizo personalmente de “estatua”, y eligió como pedestal al feo Nirmatzky, a quien obligó a echarse en el suelo y, además, a esconder la cara en su pecho.
No cesábamos de reír a grandes carcajadas. Todo aquel ruido, aquel barullo, aquella alegría estruendosa y casi indecente, aquellas relaciones inesperadas con personas a las cuales apenas conocía, producía en mí una impresión considerable, tanto más cuanto que la educación que había recibido había hecho de mí un oso, un muchacho sobrio, burgués y muy pedante. Me sentía ebrio sin haber bebido. Reía y gritaba más fuerte que los demás, hasta el punto de que la vieja princesa, que en la estancia del lado sostenía una entrevista con un leguleyo de la Puerta de Iverskaia, llamado a consulta, apareció en la puerta y me miró severamente.
Pero yo era tan perfectamente feliz que poco me importaba hacer el ridículo o despertar críticas. Zinada seguía favoreciéndome y conservándome a su lado. Una de las prendas consistió en que ella y yo nos ocultáramos bajo un mantón, para que yo le confesara mi “secreto”. Nuestros rostros se encontraron de pronto aislados del resto del mundo, envueltos en una oscuridad asfixiante, opaca, perfumada; sus ojos brillaban como dos estrellas en aquella penumbra; sus labios entreabiertos exhalaban su tibieza, poniendo al descubierto sus blancos dientes; sus cabellos me rozaban y parecían quemarme. Yo guardaba silencio. Ella me sonreía con expresión enigmática y burlona. Por fin me susurró:
-¿Y bien?
Emocionado, yo sólo sabía sonrojarme, reír por lo bajo y apartar la cara respirando penosamente.
El juego de prendas acabó por aburrir a todos, y pasamos al del bramante. ¡Santo Dios, cuál fue mi felicidad cuando la joven me golpeó fuertemente los dedos, para castigarme por un momento de distracción! A partir de entonces, varias veces fingí estar en las nubes, pero Zinaida no volvió a tocarme las manos que yo tendía, y se limitó a burlarse de mí.
¿Cuántas cosas imaginamos en el curso de aquella velada! Piano, cantos, bailes, fiesta cíngara... Disfrazamos a Nirmatzky de oso y le dimos a beber agua salada. El conde Malevsky hizo juegos de prestidigitación con una baraja; después barajó y nos repartió las cartas como para una partida de whist, pero reservando todos los triunfos. A este propósito, Luchine anunció que tenía “el honor de felicitarle por ello”, Maidanov nos declaró fragmentos de su último poema. El asesino (estábamos en pleno romanticismo). Se proponía publicarlo con cubiertas negras y el título impreso con tinta rojo sangre. Robamos el sombrero al leguleyo, y lo obligamos a bailar una danza rusa para recuperarlo. Al viejo Bonifacio le obligamos a ponerse un sombrero de mujer, mientras Zinaida se tocaba con uno de hombre... Pero renuncio a enumerarles todas las fantasías que nos pasaron por las mentes... Sólo Belovzorov se quedó, ceñudo, en un rincón, sin disimular su mal humor... En algunos momentos, sus ojos se inyectaban en sangre; se ponía rojo y parecía a punto de arrojarse contra nosotros para hacernos zozobrar como barquichuelas. Pero bastaba que nuestra anfitriona le mirara severamente y le amenazara con el dedo para que se retirara de nuevo a su soledad.
Al fin acabamos las fuerzas, y hasta la vieja princesa -que un momento antes había afirmado que era incansable y que el barullo más estruendoso no la molestaba en absoluto- confesó que estaba fatigada.
La cena fue servida después de las once. Se componía de una porción de queso completamente seco y otras golosinas frías que yo encontré más deliciosas que todos los pasteles del mundo. Sólo había una botella de vino, y muy extraña, por cierto; era casi negra, con el gollete abocardado y contenía un vino que olía a pintura al óleo. Nadie lo tomó.
Me despedí al fin, feliz y cansado. Al decirme adiós, Zinaida me estrechó la mano con fuerza y me sonrió enigmáticamente.
El hálito pesado y húmedo de la noche azotaba mis mejillas ardientes. Soplaba un viento de tormenta. Nubes sombrías se amontonaban en el cielo y se desplazaban lentamente, modificando sus contornos fugaces. Una brisa ligera estremecía de inquietud los negros árboles. Lejos, gruñía el trueno, sordo y enfurecido.
Me deslicé hasta mi habitación pasando por la entrada de servicio. Mi criado dormía en el suelo y tuve que pasarle por encima. Se despertó, me vio y me comunicó que mi madre estaba muy encolerizada conmigo y había querido enviar a buscarme, pero mi padre se lo había impedido.
Hasta aquel día, jamás me había acostado sin haber deseado las buenas noches a mamá y haberle pedido su bendición. Pero aquella noche, evidentemente, era demasiado tarde para ello.
Dije a mi criado que podía perfectamente desnudarme solo y acostarme sin su ayuda, y soplé la vela.
En realidad, me senté en una silla y permanecí largo rato inmóvil, como bajo el efecto de un hechizo. ¡Cuán nuevo y dulce era lo que experimentaba!... No me movía en absoluto, mirando apenas a mi alrededor y respirando lentamente. Ora reía bajito, evocando un recuerdo reciente, ora me estremecía pensando que estaba enamorado, y que el amor sin duda, era aquello. El bello rostro de Zinaida surgía ante mis ojos, en la oscuridad, flotaba suavemente, se desplazaba, pero no desaparecía. Sus labios esbozaban la misma sonrisa enigmática, sus ojos me miraban, un poco de reojo, interrogativos, pensativos y cariñosos, como en el momento de la despedida. Al fin me levanté, me acerqué a la cama, de puntillas, evitando todo movimiento brusco, como para no borrar aquella imagen y apoyé la cabeza en la almohada sin desnudarme...
Después me eché, pero sin cerrar los ojos, y pronto advertí que una claridad pálida penetraba en mi habitación... Me incorporé para mirar por la ventana... El marco se destacaba claramente de los cristales, que poseían un resplandor misterioso y blanquecino. “Es la tormenta”, me dije. Así era, pero la tormenta era tan lejana que ni siquiera se oían los truenos. Solamente los relámpagos, largos y pálidos, zigzagueaban en el cielo, sin estallar, temblando como el ala de un gran pájaro herido...
Me levanté y me acerqué a la ventana. Y allí permanecí hasta el amanecer... Los relámpagos barrían el firmamento... Una verdadera noche de Walpurgis... Inmóvil y mudo, contemplaba la extensión arenosa, la masa oscura del jardín de Neskuchny y las fachadas amarillentas de las casas, que parecían sobresaltarse a cada relámpago. Contemplaba aquella escena y no podía apartar de ella los ojos: aquellos relámpagos mudos y discretos armonizaban a la perfección con los secretos impulsos de mi alma.
Empezaba a despuntar el día entre manchas escarlatas. Los relámpagos palidecían y se acortaban ante la proximidad del sol. Sus estremecimientos se espaciaban cada vez más: al fin desaparecieron, sumergidos por la luz serena y franca del día naciente...
Y también en mi alma enmudeció la tormenta... Experimentaba una lasitud infinita y una gran paz, pero la imagen triunfal de Zinaida seguía acosándome. Parecía más serena ahora, y destacaba por encima de todas las visiones desagradables, como el cisne yergue su cuello gracioso por encima de las hierbas del pantano. En el momento de dormirme, todavía le envié un beso de confiada admiración...
Sentimientos tímidos, dulce melodía, sinceridad y bondad de un alma que se enamora, alegría lánguida de las primeras ternuras del amor, ¿qué se ha hecho de vosotros?
VIII
Al día siguiente, cuando bajé a tomar el té, mi madre me regañó -aunque no tanto como yo esperaba- y me exigió que le explicara cómo había pasado la velada de la víspera. Yo le respondí brevemente, omitiendo numerosos detalles, y esforzándome por dar al conjunto un carácter completamente anodino.
-Dirás lo que quieras, pero no son gente correcta -concluyó mi madre-. Y más vale que prepares tus exámenes, en lugar de ir a su casa.
Como sabía que todo el interés de mi madre por mis estudios se limitaría a esta frase, no creí necesario contestar. Mi padre, por su parte. me obligó a contarle detalladamente todo lo que había visto en casa de las Zassekine.
¡Qué extraña influencia ejercía mi padre en mí, y cuán asombrosas eran nuestras relaciones! Mi padre no se ocupaba prácticamente de mi educación, jamás me ofendía y respetaba mi libertad. Hasta se mostraba “cortés” conmigo, por así decirlo... pero se mantenía ostensiblemente aparte. Yo le quería, le admiraba, le consideraba como mi ideal y le hubiese amado apasionadamente si él no me hubiese rechazado constantemente. Pero cuando quería, era capaz de inspirarme una confianza sin límites, con una sola palabra, con un solo ademán; mi alma se abría a él como a un amigo lleno de sentido común y a un preceptor indulgente... Y después, súbitamente, su mano me rechazaba, sin brusquedad, es cierto, pero, aun así, me rechazaba.
A veces le acometían verdaderos accesos de alegría; en tales ocasiones estaba dispuesto a bromear conmigo, a divertirse como un colegial (en general, a mi padre le agradaban todos los ejercicios violentos); un día -¡sólo un día!- me acarició con tanta ternura que estuve a punto de derramar lágrimas. Desgraciadamente, su alegría y su cariño se desvanecían rápidamente y sin dejar rastros, y nuestra pasajera armonía no presagiaba nuestras futuras relaciones más que si se hubiese tratado de un sueño...
A veces contemplaba su bello rostro, inteligente y abierto... Mi corazón se estremecía y todo mi ser tendía hacia él... Mi padre me recompensaba con una caricia, de pasada, como si hubiese sospecha do mis sentimientos, y se marchaba, se ocupaba de otra cosa, afectaba una frialdad cuyo secreto sólo él poseía; y yo, por mi parte, me replegaba, me encogía, me helaba.
Sus raros momentos de ternura no se producían jamás en contestación a mi muda súplica, sino espontáneamente y de manera imprevista. Reflexionando, posteriormente, acerca de su carácter, he llegado a la siguiente conclusión: mi padre no se interesaba más por mí que por la vida de familia en general; amaba otra cosa, y esto logró gozarlo a fondo.
“Toma lo que puedas, no te dejes coger por nada ni por nadie; pertenecerse a uno mismo, ser uno su propio dueño, éste es el secreto de la vida”, me dijo un día.
En otra ocasión, habiéndome lanzado yo a una discusión sobre la libertad, como joven demócrata que era a la sazón (ello ocurría un día en que mi padre era “bueno” y se le podía hablar de todo), me replicó duramente:
-¿La libertad? ¿Sabes, siquiera, qué es lo que puede otorgársele al hombre?
-¿Qué?
-Su voluntad, tu voluntad. Si sabes emplearla, te daré algo mejor aún: el poder. Si sabes ,querer, será libre y podrás mandar.
Por encima de todo, mi padre quería gozar de la vida; y lo hizo... Tal vez, al mismo tiempo, tuviera el presentimiento de que no le quedaba tiempo que perder; y, en efecto, murió a los cuarenta y dos años.
Le conté con todo detalle mi visita en casa de las Zassekine. Me escuchó, unas veces atento y otras distraído, dibujando arabescos en la arena con el extremo de su fusta. De vez en cuando soltaba una breve carcajada y me animaba con una pregunta o una objeción. Al principio, yo no me atrevía a pronunciar el nombre de Zinaida, pero, al cabo de un rato, no pude aguantar más y me lancé a un ditirambo. Mi padre seguía sonriendo. Después pareció perderse en sus ensueños, se desperezó y levantó.
Antes de partir, hizo ensillar su caballo. Era un jinete consumado, muy versado en el arte de domar los animales más impetuosos, mucho mejor que el señor Réri.
-¿Te acompaño, papá?
No -respondió; y en su rostro apareció de nuevo la acostumbrada expresión de suavidad indiferente-. Ve tú solo, si quieres; yo voy a decirle al cochero que me quedo.
Me volvió la espalda y se alejó a grandes pasos. Le seguí con la mirada. Desapareció detrás de la cerca. Pude ver su sombrero desplazándose a lo largo de la misma. Entró en casa de las Zassekine.
No pasó allá más de una hora, pero inmediatamente después de aquella visita, partió, y no volvió a casa hasta la noche.
Después de comer, también yo fui a casa de la princesa. La Zassekine estaba sola, en el “salón”. Al verme se rascó la cabeza, bajo el gorro, con su aguja de hacer calceta, y me preguntó a quemarropa si podía copiarle una instancia.
-Con mucho gusto -respondí, sentándome en una silla, exactamente en el borde la misma.
-Pero procure escribir con letra grande -dijo la princesa, tendiéndome una hoja garrapateada por ella-. ¿Podría hacerlo hoy mismo?
-Desde luego, princesa.
La puerta de la estancia contigua se entreabrió ligeramente y el rostro de Zinaida apareció en el marco de la misma, un rostro pálido, pensativo, los cabellos echados descuidadamente hacia atrás. Me miró fríamente con sus grandes ojos grises y volvió a cerrar suavemente la puerta.
-¡Zina! ¡Zina! -la llamó la vieja princesa.
Pero la joven no respondió.
Me llevé el borrador de la instancia y pasé toda la velada copiándola.
IX
Mi pasión data de aquella fecha. Recuerdo haber experimentado un sentimiento muy parecido al que debe sentir un empleado que acaba de conseguir su primer contrato: ya no era un muchacho a secas, sino un enamorado.
He dicho que mi pasión data de aquel día; podría agregar que lo mismo cabe decir de mi sufrimiento.
Cuando Zinaida no estaba presente, me desmejoraba a ojos vista: tenía la cabeza a pájaros, todo me caía de las manos y pasaba días enteros pensando en ella... He dicho que desmejoraba lejos de ella...
Devorado por los celos, consciente de mi insignificancia, todo me ofendía y adoptaba una actitud estúpidamente servil. Y, sin embargo, una fuerza invencible me empujaba hacia el pequeño pabellón, y, a mi pesar, me estremecía de dicha al cruzar el umbral de “su puerta”.
Zinaida no tardó en adivinar que la amaba: por otra parte, yo no pretendía disimularlo. La joven juzgó divertidísima la cosa y empezó a burlarse de mi pasión, a tomarme como cabeza de turco, y a hacer me sufrir los peores suplicios. ¿Qué puede haber más agradable que sentir que uno es la única fuente, la causa arbitraria e irresponsable de las alegrías y los pesares de otro? Aquello era precisamente lo que Zinaida hacía conmigo, y yo era como blanda cera entre sus dedos crueles.
Obsérvese, sin embargo, que no era yo el único que estaba enamorado de ella: todos los que la conocían se volvían literalmente locos por ella, y Zinaida los tenía, en cierto modo, sujetos a sus pies. Se divertía inspirándoles esperanzas y temor alternativamente, los obligaba a actuar como marionetas y de acuerdo con su humor del momento (a ello le llamaba Zinaida “hacer chocar a los hombres unos contra otros”); en cuanto a ellos, ni siquiera se les ocurría oponer resistencia y se sometían benévolamente a todos sus caprichos.
Su belleza y su vivacidad constituían una curiosa mezcla de malicia y despreocupación, de artificio y de ingenuidad, de calma y de agitación. El menor de sus gestos, sus palabras más insignificantes, revelaban una gracia encantadora y dulce, aliada a una fuerza original y juguetona. Su rostro mudable traicionaba casi al mismo tiempo la ironía, la gravedad y la pasión. Los sentimientos más diversos, rápidos y ligeros como la sombra de las nubes en un día de sol y de viento, pasaban sin cesar por sus ojos y sus labios.
Zinaida sentía necesidad de cada uno de sus admiradores. Belovzorov, a quien llamaba a veces “mi gran animal” o “mi grandote” simplemente, de buena gana se hubiese arrojado al fuego por ella. No confiando demasiado en sus propias cualidades intelectuales, ni en sus demás cualidades, le ofrecía simplemente casarse con ella, insinuando al mismo tiempo que ninguno de los demás pretendientes aspiraba a la misma solución.
Maidanov respondía a las inclinaciones poéticas de su alma. Era un hombre bastante frío, como muchos escritores; a fuerza de repetirle que la adoraba, había acabado por creérselo él mismo... Le can taba en versos interminables que le leía en una especie de éxtasis delirante pero completamente sincero. Zinaida compadecía sus ilusiones, pero se burlaba de él, no le tomaba demasiado en serio, y, después de haber escuchado sus expansiones, le pedía invariablemente que le recitara cosas de Puchkin, “para orearnos un poco”, decía ella...
El doctor Luchine, personaje cáustico y lleno de ironía, la conocía y la amaba mejor que ninguno de nosotros, cosa que no le impedía criticarla, tanto en su presencia como a sus espaldas. Zinaida le apreciaba, pero no le perdonaba todas sus salidas y hallaba una especie de placer sádico en hacerle sentir que tampoco él era más que una marioneta de cuyas cuerdas tiraba ella.
-Yo soy una coqueta sin corazón, afligida por un temperamento de actriz -le declaró Zinaida un día, en mi presencia-. Usted, en cambio, pretende ser un hombre franco... Ahora lo veremos. Deme la mano, y clavaré en ella un alfiler... Usted sentirá vergüenza ante este joven, y fingirá que no le duele... Y se reirá, ¿no es verdad, señor “Franqueza”?... ¡Vamos, se lo mando!
Luchine se sonrojó y se mordió los labios, se volvió, pero acabó tendiendo la mano. Zinaida clavó el alfiler... Luchine se echó a reír, efectivamente... y ella reía también, y hundía la punta cada vez más profundamente en su carne, mirándole fijamente a los ojos, en tanto que él rehuía su mirada...
Lo que más me sorprendían eran las relaciones de Zinaida con el conde Malevsky. Ciertamente, éste era guapo, apuesto, espiritual; sin embargo, hasta yo, con mis dieciséis años, discernía en él algo falso y turbador. Me asombraba que la joven no lo advirtiera. ¿O tal vez lo advertía pero no le importaba? Su educación descuidada, sus amistades y sus extraños hábitos, la presencia constante de su madre, la pobreza y el desorden de la casa, todo ello, empezando por la libertad de que gozaba la joven y la conciencia de su superioridad en relación con los que la rodeaban, todo ello, digo, había desarrollado en ella una especie de desparpajo despectivo y una falta absoluta de discernimiento moral. Fuese lo que fuese lo que ocurriese: Bonifacio que anunciaba que se le había terminado el azúcar, murmuraciones malignas, peleas entre sus invitados, Zinaida se limitaba a mover la cabeza sacudiéndose los rizos, con despreocupación, y exclamaba: -¡Bah, qué tontería!
Yo me enfurecía y lo veía todo rojo cuando Malevsky se acercaba a ella con sus andares de zorro astuto, se apoyaba con gracia en el respaldo de su silla, y le hablaba al oído con una sonrisa fatua; ella le miraba fijamente, con los brazos cruzados, moviendo suavemente la cabeza, y le devolvía la sonrisa.
-¿Qué placer puede usted encontrar en recibir al señor Malevsky? -le pregunté un día.
-¡Oh, tiene un bigotito delicioso! -contestó Zinaida-. Y luego, con franqueza, que usted no entiende una palabra de esto.
En otra ocasión me dijo:
-¿Cree usted que quiero a Malevsky? Yo no puedo amar a una persona a la que miro de arriba abajo... Necesito alguien capaz de doblegarme, de domarme... ¡Gracias a Dios, jamás lo encontraré! ¡No me dejaré cazar! ¡Oh, no!
-Entonces, ¿nunca amará a nadie?
-¿Y a usted? ¿Acaso no le amo a usted? -exclamó, pegándome un golpecito en la punta de la nariz, con el guante.
Sí, Zinaida se divertía mucho a costa mía. ¡Cuántas cosas me obligó a hacer durante aquellas tres semanas en que la vi todos los días! Era raro que ella fuese a mi casa, y yo no lo lamentaba demasiado, porque, apenas entraba, Zinaida adoptaba aires de señorita, de princesa, y yo me sentía terriblemente intimidado.
Temía traicionarme en presencia de mi madre: Zinaida le era muy antipática, y nos espiaba a los dos con acritud. A mi padre le temía menos: éste fingía no prestarme la menor atención; en cuanto a Zinaida, le hablaba poco, pero con gran ingenio y penetración.
Yo no estudiaba en absoluto, ni siquiera leía, ni salía a pasear por los alrededores de la villa, y había olvidado mi caballo. Como un abejorro sujeto por un hilo atado a una pata, daba vueltas alrededor del pequeño pabellón, dispuesto a pasar allá toda mi existencia... pero no lo conseguía; mi madre rezongaba sin cesar, y a veces la propia Zinaida me echaba. Entonces me encerraba con llave o me retiraba al fondo del parque; allá, me subía al tejado de un invernadero arruinado y pasaba horas enteras contemplando la calle, balanceando las piernas, mirando sin ver nada. Mariposas blancas revoloteaban perezosamente entre las ortigas polvorientas, cerca de mí; un gorrión alegre se posaba sobre un ladrillo decrépito, piaba con voz irritada, daba saltitos sin moverse de sitio y extendía la cola: desconfiados todavía, los cuervos graznaban en la cima de un abedul sin hojas; el sol y el viento jugueteaban entre sus escasas ramas; melancólica y serena la campana del monasterio Donskoy sonaba a lo lejos. Y yo seguía allí, mirando, escuchando, llenándome de un sentimiento inefable, hecho a la vez de dolor y de alegría, de deseos y de presentimientos, de oleadas de aprensión... Nada comprendía, y no hubiese podido designar con un nombre preciso lo que vibraba en mí... O mejor, sí, sólo con un nombre hubiese podido llamarlo: el de Zinaida.
En cuanto a la joven princesa, seguía divirtiéndose conmigo como el gato con un ratón. Tan pronto se mostraba coqueta, y yo me derretía en una alegría turbada, como me rechazaba, y entonces no me atrevía ya a acercarme a ella, ni siquiera a mirarla de lejos. Desde hacía unos días. Zinaida se mostraba especialmente fría para conmigo, y, completamente desanimado sólo hacía apariciones breves y furtivas en el pabellón, procurando hacer compañía a la vieja princesa, a pesar de que ésta estaba de un humor de perros, y lanzaba pestes y regañinas como nunca: sus asuntos de pagarés no parecían solucionarse, y la anciana había tenido ya dos explicaciones con el comisario de policía.
Un día, pasaba junto a la cerca que ya conocen ustedes, cuando vi a Zinaida, sentada en la hierba, apoyada en su brazo, completamente inmóvil. Estuve a punto de alejarme de allí de puntillas, pero ella levantó bruscamente la cabeza y me hizo una señal imperativa. Permanecí como petrificado, sin comprender, por el momento, qué deseaba de mí. Zinaida repitió su gesto. Salté por encima de la cerca y me acerqué a ella corriendo, lleno de alegría. Zinaida me detuvo con la mirada, indicándome el sendero, a dos pasos de ella. Confundido y sin saber qué hacer, me arrodillé al borde del camino. La joven estaba tan pálida, tan amargamente triste, tan profundamente fatigada, que mi corazón se encogió, y sin querer, balbucí:
-¿Qué le pasa?
Zinaida alargó un brazo, cogió una brizna de hierba, la mordisqueó y la arrojó lejos de sí.
-¿Me quiere usted mucho? me preguntó, al fin-. ¿Sí?
Yo no respondí; ¿para qué?
-Sí, sí -repitió Zinaida, mirándome-. Los mismos ojos.
Pensativa ocultó su rostro con ambas manos.
-... Todo me desazona -prosiguió luego-. Quisiera estar en el otro extremo del mundo... No puedo soportarlo... No puedo acostumbrarme... Y el porvenir, ¿qué me reserva?... ¡Ah, cuán desgraciada soy!... ¡Dios mío, qué desdichada!
-¿Por qué? -le pregunté tímidamente.
La joven se encogió de hombros, en silencio. Yo seguía de rodillas y la miraba con infinito pesar. Cada una de sus palabras me había traspasado el corazón. Estaba dispuesto a dar la vida para dejar de sufrir... No comprendiendo por qué era tan desgraciada, me la imaginaba levantándose de un salto, echando a correr hacia el fondo del jardín y desplomándose súbitamente bajo el peso de su dolor... A nuestro alrededor, todo era verde y luminoso; el viento rumoreaba entre las hojas de los árboles y agitaba de vez en cuando un largo tallo de frambueso por encima de mi compañera. Unos pichones surcaban en las cercanías, y las abejas zumbaban volando a ras de la escasa hierba. Por encima de nuestras cabezas, un cielo tierno y azul... y yo me sentía infinitamente triste...
-Recíteme unos versos prosiguió Zinaida, apoyándose de codos en el césped-. Me gusta oírle. Es usted ligeramente declamatorio, pero no importa; es cosa de la juventud... Recíteme En las colinas de Georgia... Pero primero siéntese.
Obedecí.
-... “Y de nuevo mi corazón se abrasa; ama, puesto que no puede dejar de amar...” -repitió la joven-. En esto consiste la verdadera belleza de la poesía: en lugar de hablar de lo que es, canta otra cosa que se halla muy por encima de la realidad, y que, sin embargo, se le parece mucho... “No pudiendo dejar de amar...” Quisiera, pero no puede...
Enmudeció de nuevo, y después se levantó ágilmente.
Venga conmigo; Maidanov está con mi madre. Me ha traído su poema, y yo lo he abandonado... También él debe estar triste... ¿Qué hacer?... Un día u otro lo sabrá usted todo... ¡Sobre todo, no me lo reproche!
Me estrechó con fuerza la mano y echó a correr precediéndome. Entramos en el pabellón. Maidanov empezó inmediatamente a declamar su Asesino, que acababa de publicarse. Yo no le escuchaba. El poeta dejaba caer sus tetrámetros yámbicos con voz cantarina, las rimas se sucedían con una sonoridad de cascabeles vacíos y rumorosos. Yo miraba a Zinaida y me esforzaba por captar el sentido de sus últimas palabras.
¿O es que un secreto rival
te ha seducido de pronto?

exclamó súbitamente Maidanov con su voz nasal; y mis ojos se cruzaron con los de la joven. Ésta bajó los ojos y se ruborizó ligeramente. La sangre se heló en mis venas. Hacía mucho tiempo que estaba celoso, pero en aquel momento una idea fulgurante cruzó por todo mi ser:
“¡Dios mío! ¡Le ama!”
X
Desde aquel momento empezó mi verdadero suplicio. Yo no cesaba de pensar, de meditar, de vigilar a Zinaida a todas horas del día, ocultándome lo mejor posible. La joven había cambiado mucho; de esto no cabía duda. Durante largas horas la veía paseando sola.
O bien se encerraba en su habitación y se negaba a ver a nadie, cosa que nunca había hecho hasta entonces.
Mi perspicacia se aguzaba, o al menos así lo creía yo. “¿Será aquél? ¿O el otro?”, me preguntaba a mí mismo, pasando revista a todos sus admiradores. El conde Malevsky se me antojaba el más peligroso de todos (pero me daba vergüenza confesármelo, por consideración para con Zinaida).
Mi perspicacia no iba más lejos, y, por otra parte, mi secreto no era un misterio para nadie; en todo caso, el doctor Luchine no tardó en adivinarlo. A decir verdad también él había cambiado mucho de
un tiempo a aquella parte: adelgazaba a ojos vistas, y su risa resultaba cada vez más maligna, más breve, más sacudida. Una especie de nerviosismo había sucedido a su ironía ligera y su cinismo afectado.
Un día nos encontramos a solas en el salón de las Zassekine: Zinaida no había vuelto todavía de su paseo, y la vieja princesa se peleaba con la criada en el piso de arriba.
-Dígame, joven, ¿por qué se pasa usted el tiempo arrastrándose por aquí? -me preguntó-. Sería mejor que estudiara, ahora que es joven, y no es precisamente esto lo que está haciendo en este momento.
-¿Usted qué sabe? ¿Quién le dice que no trabajo en mi casa? -repliqué con altivez, pero no sin revelar cierta turbación.
-¡No me hable de estudios! Usted tiene otras cosas en la cabeza. No insistiré... En nuestros tiempos, es moneda corriente... Permítame que le diga solamente que ha caído usted en mal sitio... ¿No se da cuenta de qué clase de casa es ésta?
No comprendo...
-¿No comprende?... ¡Tanto peor para usted! Pero es mi deber advertirle. Nosotros, viejos solterones encallecidos, podemos frecuentar esta casa sin temor... ¿Qué puede ocurrirnos? Somos la vieja guardia, los duros de pelar, y nada nos asusta. Pero usted tiene todavía una piel demasiado delicada. Créame, los aires de aquí no le convienen en absoluto... ¡Cuidado con el contagio!
-¿En qué sentido?
-Pues, sencillamente... ¿Se encuentra usted bien en este momento? ¿Se siente en su estado normal? ¿Cree que sus sentimientos actuales pueden servirle para algo?
-¿Y cuáles son mis sentimientos actuales? -repliqué yo, aun reconociendo, en mi fuero interno, que el doctor tenía toda la razón. -¡Ah, joven, joven! dijo el doctor, prestando a estas dos palabras una intención francamente molesta-. Vamos, no se las dé de listo. Su cara le traiciona... Además, ¿para qué discutir? Créame, yo no hubiese frecuentado esta casa si... -y apretó los dientes- ...si no estuviese tan desequilibrado como usted... Sólo una cosa me sorprende: ¿cómo es posible que no advierta lo que ocurre a su alrededor? Sin embargo, usted es un muchacho inteligente...
-Pues, ¿qué ocurre? pregunté, interesado.
El doctor me miró con expresión de conmiseración divertida. -¡Qué imbécil soy! murmuró como para sí-. ¿Para qué decírselo? En suma -concluyó, levantando la voz-, permítame que se lo repita: la atmósfera de aquí no le conviene. Me dirá usted que le gusta. ¿Y qué? El aire del cálido invernadero está saturado de perfumes, pero nadie puede vivir en él... Escúcheme, haga lo que le digo y vuelva a su Kaidanov...
A estas palabras, la vieja princesa apareció de nuevo en el salón y empezó a lamentarse de su dolor de muelas. Zinaida no tardó en llegar también.
-Oiga, doctor, debería regañarla -dijo la princesa-. Se pasa todo el tiempo bebiendo agua con hielo. Le perjudica mucho los pulmones.
-¿Por qué hace usted eso? -preguntó Luchine dirigiéndose a Zinaida.
-¿Qué puede pasar?
-Podría coger un enfriamiento y morir.
-¿De veras? ¡Imposible! Bueno, ¡tanto mejor!
-¡Vaya, vaya! ¿Conque ésas tenemos? -gruñó el doctor.
La anciana se retiró.
-Pues sí -replicó Zinaida-. ¿Cree usted que la vida es siempre alegre? Mire a su alrededor... ¿Acaso todo va bien?... ¿Cree que no me doy cuenta de ello? A mí me gusta beber agua con hielo, y ahora usted viene a decirme sentenciosamente que no vale la pena arriesgar una vida como ésta por un instante de placer... Y no digo ya por un instante de felicidad...
-Sí, sí -dijo Luchine-. Capricho e independencia. Estas dos palabras resumen todo su carácter.
Zinaida rió nerviosamente.
Usted no está al día, mi querido doctor, y observa mal... Póngase gafas... Ya no estoy de humor para caprichos... ¿Cree que me divierte verle perder el juicio y burlarme de mí misma? En cuanto a la independencia... Señor Voldemar -agregó, hiriendo el suelo con el pie-, no ponga esta cara tan triste. Me horroriza que me compadezcan...
Y se retiró apresuradamente.
-Malo, muy malo... La atmósfera de esta casa, decididamente, no le conviene en absoluto, joven -repitió Luchine...
XI
Aquella misma noche, todo el grupo se reunió en casa de las Zassekine. Yo figuraba en él.
Hablamos del poema de Maidanov. Zinaida lo elogió sinceramente:
-Sólo que, si yo hubiese sido poeta, hubiese elegido otros temas—dijo-. Tal vez sea una estupidez por mi parte decir esto, pero a veces se me ocurren ideas extrañas sobre todo de noche, cuando no duermo, y también al amanecer, a la hora en que el cielo se pone rosado y gris... Así, por ejemplo... Pero ¿no se burlarán de mí?
-¡Oh no, de ningún modo! -nos apresuramos a protestar, unánimemente. Zinaida cruzó los brazos sobre el pecho y volvió la cabeza ligeramente de lado.
-Yo hubiese descrito un grupo de muchachas, de noche, en una barca, navegando por un río apacible... La luna brilla, las jóvenes visten de blanco, con coronas de flores blancas en las sienes, y can tan... algo así como un himno. En fin, ya comprenden lo que quiero decir...
Sí, sí, la sigo murmuró Maidanov, soñador.
-Y de pronto, ruido, risas, antorchas y tambores en la orilla... Unas bacantes acuden en muchedumbre, con gritos y cantos. Aquí le cedo a usted la palabra, señor poeta... Yo hubiese querido las antorchas muy rojas, mucho humo... Los ojos de las bacantes brillan bajo sus coronas... Éstas deberían ser oscuras... No olvide las pieles de tigre, los jarros, el olor... ¡montañas de oro!
-¿Y dónde debo poner el oro? preguntó Maidanov, echándose hacia atrás sus cabellos lacios y dilatando las aletas de la nariz.
-¿Dónde?... En sus hombros, en sus piernas... en todas partes. Se dice que, en la antigüedad, las mujeres llevaban ajorcas de oro en los tobillos... Los bacantes llaman a las jóvenes de la barca. Éstas interrumpen su himno, pero no se mueven... Su embarcación se acerca suavemente siguiendo la corriente... Una de ellas se levanta lentamente... Atención, este pasaje exige mucha ternura, porque hay que describir los gestos majestuosos de esta muchacha, el claro de luna y el terror de sus compañeras... Pasa por encima de la borda de la barca, los bacantes forman círculo a su alrededor, y se la llevan en la noche, entre las tinieblas... Imaginen volutas de humo y una confusión general... Sólo se oyen los gritos estridentes de los bacantes y no se ve más que la corona abandonada en la orilla...
Zinaida enmudeció.
“¡Oh! ¡Está enamorada!”, me dije yo, de nuevo.
-¿Es eso todo? -preguntó Maidanov.
-Sí, es todo.
No basta para todo un poema -declaró el poeta, con suficiencia-. Pero sacaré partido de su sugerencia para una hora lírica.
-¿De género romántico? preguntó Malevsky.
-Desde luego, a lo Byron.
-Pues yo considero que vale más Hugo que Byron -replicó, sin demasiado interés, el joven conde-. Es más interesante...
-Ciertamente, Hugo es un escritor de primer orden -dijo Madanov-, y mi amigo Cumenu, en su novela española El Trovador...
-¿Es aquel en el cual hay signos de interrogación invertidos? -intervino Zinaida.
-El mismo. Es la costumbre española... Decía, pues, que Cumenu...
-¡Vaya! ¡Ya se enzarzan de nuevo en la eterna discusión sobre los clásicos y los románticos! -protestó la joven-. Será mejor que juguemos a algo...
-¿A prendas? -propuso Luchine.
-¡Oh, no, qué aburrido! ¡Mejor a las comparaciones!
Era un juego inventado por Zinaida; consistía en elegir un objeto, y quien encontraba la comparación más afortunada era declarado vencedor.
Zinaida se acercó a la ventana. El sol acababa de ponerse, y unas nubes rojas y alargadas subían por el cielo.
-¿A qué se parecen estas nubes? preguntó Zinaida. Y sin esperar respuesta, contestó ella misma-: Yo encuentro que se parecen a las velas escarlatas que Cleopatra mandó izar en los mástiles de su navío el día en que partió al encuentro de Antonio. ¿Recuerda, Maidanov? El otro día me habló usted de ello.
Siguiendo el ejemplo de Polonio, en Hamlet, todos decidimos, por unanimidad, que las nubes se parecían precisamente a aquellas velas y que no era posible hallar comparación más acertada.
-¿Y qué edad tenía Antonio? preguntó la joven.
-¡ Oh, sin duda era joven! -dijo Malevsky.
-Sí, era joven -confirmó Maidanov, con convicción.
-Lo siendo, pero tenía más de cuarenta años -declaró Luchine.
-Más de cuarenta años... -repitió Zinaida, dirigiéndole una rápida mirada.
No tardé en marcharme a casa.
Mis labios murmuraban maquinalmente: “Está enamorada... Pero ¿de quién?”
XII
Los días pasaban. Zinaida se mostraba cada vez más extraña e incomprensible. Una vez la encontré en su casa, sentada en una silla de rejilla, la cabeza apoyada en el canto vivo de la mesa. Se incorporó... Y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
-¡Ah, es usted! -dijo, con una sonrisa amarga-. Acérquese. Me acerqué; Zinaida me cogió la cabeza entre ambas manos, se apoderó de un mechón de mis cabellos y empezó a retorcerlo. -¡Ay, me hace daño! -exclamé, al fin.
-¡Ah, conque le duele! Y yo, ¿cree usted que no sufro bastante? ¡Oh! -exclamó al darse cuenta de que acababa de arrancarme un mechón-. ¡Qué he hecho! ¡Pobre señor Voldemar!
Después de desenredarlo cuidadosamente, se lo enroscó alrededor de un dedo.
-Guardaré sus cabellos en mi medallón y los llevaré siempre encima me dijo, a guisa de consuelo, mientras las lágrimas brillaban todavía en sus ojos-. ¿Lo siente menos, así?... Y ahora, adiós...
Volví a mi casa. Tampoco en nuestro hogar las cosas marchaban como era debido. Mamá acababa de tener una explicación con mi padre; todavía le reprochaba algo, y él nada decía, frío y correcto, como de costumbre. Poco después, se marchó. Yo no había podido oír las palabras de mi madre, y, además, otras cosas me preocupaban. Recuerdo sólo que, después de aquella explicación, mi madre me llamó a su despacho de trabajo, y me habló con acritud de mis visitas -demasiado frecuentes- a casa de la vieja princesa, “una femme capable de tout”, me dijo.
Le besé la mano (era mi manera de poner fin a una conversación) y subí a mi habitación. Las lágrimas de Zinaida me habían sacado completamente de mis casillas; no sabía qué pensar y estaba a punto de llorar también yo, porque, debo confesarlo, a los dieciséis años, yo seguía siendo realmente un niño.
Ya no pensaba en Malevsky, a pesar de que Belovzorov se mostraba cada día más amenazador y miraba al astuto conde como el lobo al cordero; a decir verdad, ya no pensaba en nada ni en nadie. Me perdía en suposiciones y buscaba los lugares solitarios.
Sentía particular predilección por las ruinas del invernadero, y había adoptado el hábito de escalar su pared y sentarme en su cima, a horcajadas, tan desdichado, triste y olvidado que me compadecía de mí mismo: ¡dulce embriaguez del aislamiento melancólico!
Un día que me encontraba allí, los ojos perdidos en la lejanía, escuchando las campanas del monasterio, oí de pronto un roce misterioso: no era el viento ni un estremecimiento, sino una especie de soplo, y, más exactamente, la sensación de una presencia... Bajé los ojos.
Zinaida pasaba por un sendero, con paso ligero; llevaba un vestido vaporoso de color gris, y una sombrilla del mismo tono al hombro. Me vio, se detuvo, levantó el borde de su toquilla y me miró con sus ojos aterciopelados.
-¿Qué hace usted ahí, encaramado? me preguntó, con una extraña sonrisa-. ¿A qué espera? En lugar de perder el tiempo intentando convencerse de que me quiere, a ver si es capaz de saltar este muro, si esto es verdad.
Apenas había acabado de hablar cuando me precipité abajo, como si un brazo me hubiese empujado violentamente por la espalda. La pared debía tener una altura de unos siete metros. Aterricé sobre mis pies, pero el choque fue tan fuerte que no pude sostenerme en pie; caí, y perdí el sentido unos instantes. Cuando volví en mí, aun sin abrir los ojos, comprendí que Zinaida seguía allí, muy cerca de mí...
-Mi pequeñín -decía, con ternura inquieta-, mi pequeñín, ¿cómo has podido hacer esto? ¿Por qué me has hecho caso? Te quiero... Levántate...
Su pecho rozaba mi cabeza, sus manos acariciaban mi mejilla... y de pronto... -¡Señor, qué delicia!- sus labios suaves y frescos cubrieron mi rostro de besos... rozaron mis labios... En aquel momento, aunque me guardé muy mucho de abrir los ojos, Zinaida sospechó sin duda que había recobrado el conocimiento y se incorporó rápidamente:
-¡Vamos, levántese, loco! ¡Qué hace usted aquí, en el polvo? Obedecí.
-Deme mi sombrilla... mire a ver a dónde la he dejado... y no me mire así... ¡Vaya ocurrencia estúpida! ¿Se ha hecho daño? ¿No lo habrán pinchado las ortigas?... Le digo que no me mire así... No quiere comprender nada, no quiere contestar -agregó, como para sí-. Vuelva a su casa, señor Voldemar, cepíllese bien, y no me siga si no quiere que me enfade con usted y no vuelva a...
No acabó la frase y se alejó rápidamente; yo me senté al borde del sendero... Las piernas no me llevaban. Las ortigas me habían irritado las manos, me dolía la espalda y la cabeza me daba vueltas, pero, a pesar de todo esto, experimentaba un sentimiento de felicidad como no he vuelto a sentirlo en mi vida, una sensación que se manifestaba por un cosquilleo dulce y doloroso que circulaba por mis venas y acabó para hallar libre curso en forma de saltos y gritos de entusiasmo...
¡Realmente era todavía un niño!
XIII
¿Podré expresarles la dicha y el orgullo que sentí durante todo aquel día? Los besos de Zinaida vivían todavía en mi rostro: transportado de dicha, evocaba constantemente cada una de sus palabras y tanto apreciaba mi nueva felicidad que empezaba a sentir miedo y no quería volver a ver la causa de mi exaltación.
Me parecía que ya nada más podía esperar del destino y que había llegado el momento de “aspirar una última bocanada de aire y morir”.
Al día siguiente, al volver a casa de los Zassekine, me sentía profundamente turbado, y en vano intentaba ocultar mi confusión tras el modesto desparpajo del “señor que quiere dar a entender que sabe guardar un secreto”.
Zinaida me recibió con la mayor sencillez del mundo y sin la menor emoción, limitándose a amenazarme con un dedo y a preguntarme si tenía muchos cardenales. Todo mi desparpajo, mi modestia y mis aires de conspirador se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda, no esperaba nada extraordinario, pero en fin... la calma de la joven me produjo exactamente el efecto de una ducha fría: Comprendí que, para ella, no era más que un niño, y ello me afectó profundamente.
Zinaida paseaba arriba y abajo, y una sonrisa fugaz afloraba a su rostro cada vez que sus ojos se posaban en mí; pero sus pensamientos estaban muy lejos; bien se advertía...
“¿Le hablaré de ayer? ¿Le preguntaré a dónde se dirigía tan apresuradamente, y averiguaré por fin...?”
Renuncié a ello y me situé en un rincón, un tanto apartado.
En aquel momento, la llegada de Belovzorov me pareció sumamente inoportuna.
-No he conseguido encontrar para usted un animal dócil... Hay una yegua garantizada por Freitag, pero yo no tengo demasiada confianza. Tengo miedo.
-¿Y de qué tiene miedo, si puedo formularle esta pregunta? -dijo Zinaida.
-¿De qué?... Usted no sabe siquiera montar a caballo. ¡Dios no lo quiera, pero una desgracia ocurre muy fácilmente! Pero ¡qué capricho se le ha antojado ahora!
-Esto sólo a mí me importa, señor salvaje... Y si es así, me dirigiré a Piotr Vasilievich...
Era el nombre de mi padre, y que me sorprendió que Zinaida lo pronunciara con tanta naturalidad, como si estuviera segura de que iba a prestarle aquel servicio.
-¡Vaya, vaya! -dijo Belovzorov-. ¿Así que es con este caballero con quien quiere salir de paseo?
-Con él o con otro, a usted nada le importa. En todo caso, no con usted.
No conmigo... -repitió el húsar.- Muy bien. Voy a encontrar montura para usted.
-Sobre todo, tenga cuidado que no sea un mulo... Porque le advierto que pienso ir al galope.
Vaya al galope si se le antoja... ¿Es con Malevsky?
-¿Y por qué no con él, mi valiente capitán? Vamos, cálmese, no ponga esos ojos. Cualquiera diría que está a punto de echar rayos y truenos sobre la gente... Un día le llevaré conmigo... Malevsky... ¡como si no supiera usted que para mí, ahora, es... pscht!
Y movió la cabeza.
-Lo dice por consolarme -rezongó Belovzorov. Zinaida entornó los ojos.
-¿Consolarle a usted? ¡Oh, oh, oh, mi valiente capitán! -acabó, como si no hubiese logrado encontrar otra cosa que decir-. ¿Y usted, señor Voldemar, querrá ir con nosotros?
Es que... a mí no me gusta ir... en numerosa compañía balbucí, sin levantar los ojos.
¡Ah, usted prefiere las entrevistas a solas!... ¡Tanto peor, será como usted quiera! -suspiró-, ¡Vamos, Belovzorov, a la caza!... ¡Necesito sin falta un caballo para mañana!
-Sí, pero, ¿y el dinero? -intervino la vieja princesa. Zinaida frunció el ceño.
Yo no le he pedido nada... Belovzorov me fía.
Me Ea, me Ea... -gruñó la dama. Y, súbitamente, llamó con todas las fuerzas de sus pulmones-: ¡Duniacha!
-Pero, mamá, si te compré una campanilla... -observó Zinaida. -¡Duniacha! llamó de nuevo la princesa.
Belovzorov se despidió. Yo salí con él. Nadie hizo nada porque me quedara.
XIV
Al día siguiente, me levanté de madrugada, me corté un bastón y salí lejos de la ciudad. Deseaba pasear sólo y meditar acerca de mi desdicha. Hacía un tiempo soberbio, soleado y moderadamente cálido; un viento fresco y alegre vagaba por encima de la tierra, jugueteaba y rumoreaba, pero con medida. Caminé largo rato a través de montes y bosques, profundamente insatisfecho, porque la finalidad de mi salida al campo había sido abandonarme a la melancolía, y he aquí que la juventud, el esplendor del sol, el frescor del aire, el placer de una marcha rápida, la voluptuosidad de recostarse sobre el verde césped, lejos de todas las miradas, dominaban en mí y me hacían olvidar mi pesar.
Además, el recuerdo de las palabras de Zinaida y de sus besos se adueñó de nuevo de mi alma. ¡Cuán dulce era para mí decirme que la joven se había visto obligada a reconocer mi fuerza de carácter y mi heroísmo!... “Prefiere a los demás”, me decía yo. “¡Tanto peor! Estas personas sólo son valientes de boquilla, en tanto que yo he dado buena prueba... Y aceptaré otros sacrificios, mucho más graves si es preciso...”
Mi imaginación estaba desencadenada. Me veía a mí mismo salvando a la joven de manos de sus enemigos, arrancándola a una prisión, heroico y cubierto de sangre, y expirando después a sus plantas...
Recordé un cuadro suspendido de la pared de nuestro comedor: Malek-Adel raptando a Matilde.
Inmediatamente después me hallaba absorto en la contemplación de un pájaro carpintero de alegres colores que ascendía por el delgado tronco de un abedul lanzando miradas inquietas a derecha e izquierda, como un contrabajo detrás de su instrumento.
Después me puse a cantar: “No es la blanca nieve”, y pasé de aquélla a otra romanza, muy conocida en aquel. tiempo: “Espero el momento en que Céfiro juguetea...”
Declamé la invitación de Ermak a las estrellas, extraída de la tragedia de Khomiakov, intenté componer algo muy sentimental, y logré inventar la estrofa final, que tropezaba con un “¡Oh, Zinaida, Zinaida”, y de allí no pasaba...
Descendí al valle; un sendero sinuoso serpenteaba al fondo del mismo y conducía a la ciudad; me adentré por él...
De pronto, oí un rumor de cascos de caballos detrás de mí. Me volví, me detuve maquinalmente, y me quité el gorro... Eran mi padre y Zinaida. Iban al trote, uno al lado del otro. Mi padre estaba inclinado hacia ella y le decía algo sonriendo, la mano apoyada en el cuello de su caballo... La joven escuchaba sin contestar y bajaba los ojos, con los labios prietos... De momento, sólo a ellos vi... Pocos instantes después, Belovzorov salió de un recodo, con su chaqueta roja de húsar... Su hermoso caballo negro aparecía cubierto de espuma, meneaba la cabeza, resoplaba y caracoleaba. El jinete se agarraba a las riendas, frenaba, espoleaba al animal... Yo me oculté... Mi padre cogió de nuevo las riendas de su caballo, se apartó de Zinaida y ambos reanudaron la marcha al galope... Belovzorov les impedía el paso, y hacía sonar el sable...
“Papá está encarnado como un cangrejo”, me dije yo. “Pero ella, ¿por qué estará tan pálida? ¿Será por haber cabalgado toda la mañana?”
Apresuré el paso y llegué a casa exactamente a la hora del almuerzo... Mi padre ya se había cambiado y arreglado. Sentado en su sillón, muy cerca del de mamá, leía, con voz igual y sonora, el folletín del Journal des Débats; mi madre le escuchaba distraída. Al verme, me preguntó dónde había estado y agregó que le disgustaba mucho mi nuevo hábito de vagabundear quién sabía por dónde, Dios sabía con quién.
“¡Pero si he paseado solo!”, iba a responder, cuando mi mirada se cruzó con la de mi padre y callé, no se por qué.
XV
Durante cinco o seis días, no vi a Zinaida. Según ella, estaba enferma (cosa que no interrumpía en absoluto la costumbre de ir a visitarla, de “montar la guardia”, como decían).
Iban todos, con excepción de Maidanov, quien se hallaba sumido en la más negra melancolía desde que ya no tenía motivos para entusiasmarse. Belovzorov permanecía sombrío en un rincón, rígido en su uniforme abrochado hasta el mentón, y muy colorado. Una sonrisa malvada vagaba por el rostro astuto del conde Malevsky; había caído en desgracia y se esforzaba por hacerse útil a la vieja princesa con auténtico servilismo. ¿Acaso no había llegado al extremo de acompañarla en su coche a visitar al general-gobernador ¿Cierto que la visita había resultado infructuosa y que hasta había causado conflictos al conde, puesto que le habían recordado cierta historia que había tenido en otro tiempo con un oficial del Regimiento; se había visto obligado a justificarse y a reconocer que había dado pruebas de inexperiencia.
Luchine tenía la costumbre de ir dos veces al día, pero pasaba todo tiempo en la casa; desde nuestra última conversación, me inspiraba un vago recelo, al mismo tiempo que una simpatía profunda. Un día fuimos a pasear juntos por el jardín Neskuchny; se mostró muy amable conmigo y me enumeró los nombres y las propiedades de todas las plantas. De pronto, se dio una palmada en la frente y exclamó sin que nada permitiera preverlo en el curso de nuestra precedente conversación:
-¡Y yo, imbécil de mí, que la creía coqueta! ¡Hay que creer que existen mujeres que encuentran placer en el sacrificio!
-¿Qué quiere usted decir? -le pregunté.
Nada... Al menos, nada que pueda interesarle -respondió él bruscamente.
Zinaida me evitaba. Sólo verme le resultaba desagradable. No pude menos de advertirlo... Se apartaba maquinalmente de mí, y precisamente porque el gesto era maquinal mi desesperación era más amarga... Yo me esforzaba por no verla, y la espiaba de lejos, pero no siempre lo lograba.
Algo extraño e inexplicable le ocurría: no era la misma, ni siquiera era la misma la expresión de sus rasgos.
Ello me chocó especialmente una velada suave y cálida. Yo me hallaba sentado en un banco, bajo un sauce, en un lugar que me gustaba de manera especial, porque desde allí veía su ventana. Encima de mi cabeza, entre el follaje, un pajarillo veloz saltaba de rama en rama; un gato gris se deslizaba por el jardín, con el vientre pegado al suelo; los moscardones zumbaban sordamente todavía. Con los ojos fijos en la ventana, yo esperaba... La ventana se abrió por fin y Zinaida apareció en ella. Se había puesto un vestido blanco, tan blanco como su rostro sus brazos y sus hombros.
La joven permaneció largo rato inmóvil, con el ceño fruncido. Después se estrujó las manos con fuerza y se las llevó a los labios y a la frente, se echó los cabellos hacia atrás, detrás de las orejas, movió enérgicamente la cabeza y cerró bruscamente la ventana.
Tres días más tarde, la encontré en el jardín.
-Deme el brazo -me dijo tiernamente, como en otro tiempo-. ¡Hace tanto tiempo que no hemos charlado los dos!
La miré; una luz dulce brillaba en el fondo de sus pupilas, y me sonreía como a través de una ligera nube.
-¡Sigue usted enferma? -le pregunté.
No, ya ha pasado -respondió la joven, cogiendo una rosa roja.- Todavía estoy un poco fatigada, pero también esto se me pasará.
-¿Y volverá a ser como antes?
Zinaida se llevó la flor a la altura de las mejillas, y pareció como si su color rojo se reflejaba en ellas.
-¿Así que he cambiado?
-Sí, ha cambiado -respondí, a media voz.
-Me he mostrado fría con usted, lo sé... Pero no debía haber hecho caso. No podía ser de otro modo... No hablemos más de ello, ¿quiere?
-¡Usted no quiere que la ame! -exclamé, obedeciendo a un impulso involuntario.
-¡Oh, sí, siga queriéndome! Pero no de la misma manera.
-Pues, ¿cómo?
-¡Seamos amigos, simplemente!
Me dio a oler la rosa.
-Escúcheme: soy mucho mayor que usted... Hubiese podido ser su tía. ¡Oh, sí! O, cuando menos, su hermana mayor... Y usted...
La interrumpí:
-¿No soy más que un niño?
-Eso es. Usted es un niño. Un niño al que yo quiero mucho; bueno, gentil, inteligente... Mire, desde hoy, le elevo a la dignidad de paje... Usted será mi paje, y no olvide que en calidad de tal, no deberá abandonar jamás a su dama. Y he aquí su insignia -agregó, poniéndome la rosa en el ojal-. Ahora tiene usted una prenda de nuestro afecto.
No hace mucho, recibí otras... balbucí.
-¡Ah, ah! -exclamó Zinaida, mirándome por el rabillo del ojo-. ¡Qué memoria! Pues bien, sea, lo reconozco.
Se inclinó ligeramente y depositó en mi frente un beso puro y sereno.
Cuando levanté los ojos, la joven dio media vuelta.
-Sígame, paje me ordenó, dirigiéndome hacia el pabellón. Yo la seguí, preguntándome, asombrado: “¿Es posible que esta joven tímida y razonable sea Zinaida?”
Hasta su caminar me pareció más lento, y su talle más esbelto y majestuoso.
¡Dios mío! ¡Con qué nueva violencia volvía a encenderse la pasión en mi corazón!
XVI
Después de la cena, los habitantes nos encontramos reunidos de nuevo en el salón, y la joven princesa se dignó salir de su habitación. El grupo estaba en pleno, exactamente como en la inolvidable velada en que me había asociado a él por primera vez. Incluso el viejo Nirmatzky se había arrastrado hasta el pabellón. Maidanov había llegado antes que los demás, con un nuevo poema bajo el brazo.
Jugamos a las prendas, como la otra vez, pero sin fantasías, sin ruido; el elemento bohemio parecía haberse perdido. En mi calidad de paje, permanecí sentado al lado de Zinaida. Ésta propuso que quien sacara prenda contara su último sueño, pero su idea fracasó. Los sueños carecían totalmente de interés (como el de Belovzorov, que había soñado que daba carasios a su caballo, y que éste tenía la cabeza de madera) o bien sonaban a falsos, inventados de pies a cabeza.
Maidanov nos endilgó toda una novela. Había en ella de todo: necrópolis, ángeles con liras, flores que hablaban, rumores lejanos y misteriosos... Zinaida no le permitió siquiera terminar.
-Puestos a novelar -concluyó-, mejor será que cada cual invente una historia.
De nuevo la suerte designó a Belovzorov.
-Yo no sé inventar nada -exclamó el húsar, evidentemente incómodo.
-¡Qué tonterías! -replicó Zinaida-. Imagínese, por ejemplo, que está casado, y cuéntenos cómo le gustaría pasar el mayor tiempo posible con su mujer... ¿La tendría usted encerrada con llave?
-Desde luego.
-¿Y usted se quedaría a su lado?
-Sin duda alguna.
-Perfectamente. ¿Y si ella se hartaba y le engañaba? La mataría.
-¿Y si se hubiese fugado?
-La hubiese alcanzado y matado también.
-Bueno. Supongamos que yo fuese su mujer. ¿Qué hubiese hecho usted?
Belovzorov guardó silencio.
-Me hubiese suicidado, además profirió, tras un minuto de reflexión.
-¡Veo que cuando menos no alarga usted las cosas! -exclamó la joven, riendo.
Le tocaba el turno a ella. Levantó los ojos al techo y adoptó una expresión soñadora.
-Escuchen dijo, al fin-, oigan lo que se me ha ocurrido. Imaginen un salón magnífico, una hermosa noche de verano y un baile soberbio... El baile ha sido ofrecido por la joven reina. Por todas partes oro, mármol, cristal, seda, luces, diamantes, flores, plantas olorosas... En suma, todo lo que pueda soñarse en materia de lujo.
-¿Le gusta el lujo? preguntó Luchine.
-Es bonito, y me gusta todo lo que es bonito -respondió la joven.
-¿Más que lo bello?
Esto es demasiado fuerte para mí... No le comprendo... Vamos no me distraiga... Así que, como les decía, había un baile magnífico. Los invitados son numerosos. Son jóvenes, guapos, ardientes y están locamente enamorados de la reina.
-Entonces, ¿es que no hay mujeres entre los invitados? -observó Malevsky.
No... Esperen... Sí las hay.
-¿Y son todas bellas?
Encantadoras. Pero los hombres están enamorados de la reina. Esta es alta, esbelta y lleva una pequeña diadema de oro sobre sus cabellos negros.
Miré a Zinaida y se me antojó mucho más alta que todos nosotros. Irradiaba tal inteligencia y tanta penetración de su frente de alabastro y sus cejas inmóviles, que, a mi pesar, me dije: “¡Esa reina eres tú!”
-Todos los hombres se agolpan a su alrededor -prosiguió la joven- y le dirigen los cumplidos más halagüeños.
-¿Le gustan los halagos a la reina? preguntó Luchine.
-¡Es usted insoportable!... ¿No quiere dejarme hablar? ¡Claro que le gustan! ¿A quién no?
-Una última pregunta -dijo Malevsky-. ¿Tiene marido la reina?
-Pues... no lo había pensado siquiera... Pues, no. ¿Para qué, un marido?
-Evidentemente, ¿para qué? --repitió el conde.
-¡Silence! -exigió Maidanov, quien por otra parte, hablaba muy mal el francés.
Merci -respondió Zinaida-. Así pues, la reina presta oído a esas palabras y a la música, pero no mira a ninguno de sus invitados. Seis ventanales se hallan abiertos, desde el techo al suelo, ante un cielo negro con grandes estrellas y un parque sombrío, plantado de árboles inmensos. La reina contempla la noche. En el jardín, entre los árboles, hay una fuente: se la distingue, en la oscuridad, por sus contornos blancos y largos muy largos, como un fantasma. A través de la música y del rumor de voces, la reina oye el murmullo del agua. Y se dice: “Mis nobles señores: son ustedes apuestos, inteligentes, honrados, beben cada una de mis palabras y afirman que están dispuestos a expirar a mis plantas... tengo sobre ustedes un poder infinito... Pero, ¿saben ustedes que allá, junto a aquella fuente, cuya agua murmura tan armoniosamente, mi amado me espera, y que también él tiene sobre mí un poder infinito? No posee brocados ni piedras preciosas; es un desconocido; pero me espera; sabe que iré... e iré... Ninguna fuerza del mundo es capaz de retenerme cuando quiero unirme a él y permanecer con él, allá entre el rumor de los árboles y el canto de la fuente”.
Zinaida enmudeció.
-¿Es realmente una historia inventada? -preguntó maliciosamente el conde.
Zinaida no se dignó siguiera honrarle con una mirada.
-¿Y qué haríamos nosotros, señores, si figurásemos entre estos invitados y conociéramos existencia de ese dichoso mortal que suspira junto a la fuente?
-¿Qué hubiesen hecho ustedes? Esperen, se lo diré yo -replicó Zinaida-. Belovzorov lo hubiese retado en duelo... Maidanov hubiese compuesto un epigrama... O, mejor, no... El epigrama no está en su estilo... Hubiese compuesto y ambos interminables, al estilo de Babier, y publicado su obra maestra en el Telégrafo... Nirmatzky le hubiese pedido dinero prestado... o, mejor, no: se lo hubiese prestado él por una semana... En cuanto a usted, doctor -se detuvo un instante-, en realidad, no sé qué se le hubiese ocurrido hacer.
-En mi calidad de doctor al servicio de Su Majestad, le hubiese aconsejado respetuosamente que no organizara ningún baile, puesto que tenía otras cosas en qué ocuparse...
Y no se hubiese equivocado... ¿Y usted, conde? -¿Yo? -repitió Malevski, sonriendo malignamente. Usted sin duda lo hubiese envenenado...
El rostro del conde, contraído por un instante, adoptó una expresión indolente y acabó soltando la carcajada.
-En cuanto a usted, señor Voldemar... En fin, pasemos ya a otro juego...
-El señor Voldemar, en su calidad de paje, hubiese sostenido la cola de Su Majestad mientras ésta se fugaba -se burló, maliciosamente, Malevsky.
Yo estaba a punto de estallar. Zinaida apoyó una mano en mi hombro, se levantó y dijo con voz levemente temblorosa:
-Jamás he autorizado a Su Alteza a mostrarse insolente, de modo que le ruego que se retire.
Y le señaló la puerta.
-Princesa... balbuceó el conde, palideciendo. Levantándose de su silla.
-La princesa tiene razón -aprobó Belovzorov, levantándose igualmente.
-Realmente... yo no creía... Yo no quise ofenderla... Perdóneme balbuceó Malevsky.
Zinaida le dirigió una mirada glacial y sonrió duramente. -Bueno, quédese -dijo, con un ademán despectivo-. No debimos habernos molestado, ni el señor Voldemar ni yo... Si le advierte derramar su veneno... no tengo inconveniente en ello, por mi parte.
-Le ruego que me perdone -se excusó una vez más el conde. Por mi parte, evoqué el ademán de Zinaida, y me dije que una auténtica reina no hubiese podido señalar la puerta con más elegancia a un insolente.
El juego de prendas no se prolongó mucho rato después de este incidente; todo el mundo se sentía ligeramente incómodo, no tanto por el incidente en sí, como por -una especie de turbación confusa e inexplicable. Nadie lo confesaba, pero todos nos dábamos cuenta de ello.
Maidanov nos leyó algunos versos, y Malevsky los elogió exageradamente.
--Quiere mostrarse amable a cualquier precio -me susurró Luchine.
No tardamos en separarnos. Zinaida se había sumido súbitamente en sus ensueños; su madre nos hizo comunicar que tenía jaqueca; Nirmatzky empezó a quejarse de su reuma...
Tardé largo tiempo en conciliar el sueño, trastornado por el relato de Zinaida. “¿Es posible que contenga una partícula de verdad?”, me preguntaba... “¿De quién, de qué quiso hablar?... Y si, realmente, hubiese fuego bajo el humo, ¿qué decisión debería tomar yo? Pero no, no, es imposible”, me repetía, dando vueltas y más vueltas en mi cama, con las mejillas ardientes... Después recordé la expresión de su rostro mientras hablaba... Recordé la exclamación que se le había escapado a Luchine en el jardín, Neskuchny, el brusco cambio de la joven en lo que a mí se refería... Me perdía en suposiciones... “¿De quién puede tratarse?”
Aquellas cuatro palabras bailaban ante mí, en la oscuridad... Una nube baja y lúgubre me oprimía con todo su peso, y yo esperaba a cada momento que se desencadenase una tormenta.
Muchas cosas había observado en casa de las Zassekine desde que la frecuentaba, y me había habituado a muchas otras: al desorden, a los cabos de vela grasientos, a los tenedores despuntados, a los cuchillos con muescas, a la cara enfurruñada de Bonifacio, a la suciedad de la criada, a los modales de la vieja princesa... Había algo, sin embargo, a lo cual no lograba acostumbrarme: el cambio que presentía confusamente en Zinaida...
Mi madre la había calificado un día de aventurera... ¡Una aventurera, ella, mi ídolo, mi divinidad! Aquella palabra me quemaba; indignado, hubiese querido enterrar mi cabeza en la almohada... Y al mismo tiempo, ¡qué no hubiese dado para hallarme en el lugar de aquel dichoso mortal, junto a la fuente!...
La sangre me dio un vuelco... “La fuente... en el parque... ¿Y si fuese allí?” Me vestí apresuradamente y me deslicé fuera de mi casa... La noche era negra, los árboles producían un susurro casi imperceptible; un leve frescor descendía del cielo; un olor de perejil llegaba del huerto... Di una vuelta por todas las avenidas: el ruido de mis propios pasos me intimidaba y me estimulaba al mismo tiempo; me detenía, esperaba, acechando los latidos de mi corazón, rápidos y precisos... Finalmente me aproximé a la cerca y me apoyé en uno de sus postes... De pronto, una ‘silueta femenina pasó rápidamente a pocos pasos de mí; tal vez hubiese sido una alucinación: yo no sabía qué pensar... Intenté penetrar las tinieblas con la mirada y retuve el aliento... ¿Quién era?... ¿Un rumor de pasos a los latidos de mi corazón?
-¿Quién va? balbucí, con la voz apagada.
Me pareció oír una carcajada ahogada... o el murmullo de las hojas... o un suspiro junto a mi oreja... Tuve miedo.
-¿Quién va? -repetí más bajo todavía.
Una línea de fuego cruzó el firmamento: una estrella fugaz...
“¡Zinaida!”, quise llamarla, pero la voz no pasó de mis labios... De pronto, como suele ocurrir en plena noche, se hizo un pro fundo silencio a mi alrededor... Hasta los grillos enmudecieron entre la hierba, y sólo oí el ruido de una ventana que se cerraba. Esperé un momento todavía y volví a mi habitación, a mi fría cama.
Me sentía presa de una singular exaltación, como si hubiese acudido a una cita, y me hubiese pasado, solo, por delante de la felicidad de otro...
XVII
Al día siguiente, sólo entreví a Zinaida: se había marchado, en coche, con la vieja princesa. En cambio, encontré a Luchine -quien apenas se dignó saludarme- y a Malevsky. El joven conde sonrió y empezó a hablarme como un buen compañero. De todos los habituales del pabellón, Malevsky era el único que había logrado introducirse en mi casa y conquistar las simpatías de mamá. Mi padre, por su parte, le tenía en muy poca estima y le trataba con una cortesía afectada que rayaba en la insolencia.
Ah, ah, monsieur le page! dijo Malevsky-. ¡Encantado de verle! ¿Cómo está su encantadora reina?
Su carita de petimetre me disgustaba tanto -y él me trataba con una jovialidad tan despectiva- que ni siquiera le respondí.
-¡Sigue enfadado conmigo? prosiguió-. Comete un error. No fui yo quien le clavó a la dignidad de paje... ¿No sabe usted que debe seguir siempre a la reina? Permítame hacerle observar que cumple muy mal su misión.
-¿Y eso?
-Los pajes no se separan jamás de la reina y tienen el deber de espiarla... de día y de noche -concluyó, bajando la voz.
-¿Qué quiere decir con esto?
-¡Nada en absoluto!... No hay segunda intención... Día y noche... De día, no hay problema: hay luz y mucha gente... Es de noche, sobre todo cuando hay que abrir los ojos... En su lugar, yo no dormiría y me pasaría el tiempo observando atentamente... Recuerde la historia de la fuente: allá es donde debería usted apostarse y estar al acecho... Estoy seguro de que agradecerá mi consejo.
Soltó una carcajada y me dio la espalda, sin atribuir seguramente demasiada importancia a sus propias recomendaciones. El conde tenía fama de ser muy hábil en engañar a la gente en los bailes de máscaras y la mentira casi inconsciente que rezumaba por todos sus poros le ayudaba en gran manera a ello.
Sólo se había propuesto burlarse de mí, pero cada una de sus palabras esparció por mis venas como un veneno. La sangre me subió a la cabeza. “Muy bien”, me dije, “así que no era en vano que el parque ejercía tan poderosa atracción en mí. ¡Pero esto no será!” exclamé en voz alta, golpeándome el pecho.
A decir verdad, no sabía aún qué era lo que “no sería”.
“¡Poco importa que sea el propio Malevsky quien acude a la fuente (es posible que haya hablado demasiado, pero cabe esperarlo todo de su insolencia) u otro cualquiera! (La cerca del parque era baja y fácil de salvar.) ¡Que tenga mucho cuidado conmigo, sea quien sea! ¡No quisiera yo estar en su lugar, ni se lo deseo a nadie! ¡Demostraré al universo entero, y a la infiel (así llamaba yo a Zinaida), que sé vengarme!”
Volví a mi cuarto, abrí el cajón de mi mesa, cogí el cuchillo inglés que acababa de comprarme, comprobé que la hoja estaba afilada, fruncí el ceño y guardé el arma en mi bolsillo, con gesto frío y resuelto. Un espectador que me hubiese visto, hubiese creído que estaba acostumbrado a aquella especie de arreglos de cuentas. Mi corazón se llenó de odio, se endureció, se convirtió en piedra: hasta el atardecer, conseguí mantener el ceño fruncido y los labios prietos. Paseaba arriba y abajo, la mano crispada sobre el cuchillo oculto en mi bolsillo y tibio, meditando acciones espantosas.
A decir verdad, aquellos sentimientos nuevos acaparaban hasta tal punto mi atención que apenas pensaba en Zinaida... Evocaba la imagen de Aleko, el joven gitano: “¿Adónde vas, apuesto mancebo? Vuelve a acostarte...” Y luego: “Estás cubierto de sangre... ¿Qué has hecho?” “¡Nada en absoluto!” ¡Con qué sonrisa cruel repetía yo aquel: “¡Nada en absoluto!”...
Mi padre había salido; mi madre, que de un tiempo a aquella parte se hallaba en un estado de irritación casi constante acabó por observar mi aire fatal y me preguntó:
-Pero ¿qué te pasa?, ¡Cualquiera diría que te has tragado una culebra!
Yo me limité a sonreír con condescendencia y a decirme: “¡Ah, si supiera...!”
El reloj dio las once; pasé a mi habitación, pero no me desnudé; esperaba la medianoche.
Doce campanadas... “¡Ha llegado la hora! “, me dije en voz baja, apretando los dientes. Me abroché la chaqueta hasta el mentón y bajé al jardín.
Había previsto de antemano el sitio donde debía apostarme. Un abeto solitario se levantaba al fondo del parque, en el punto donde la cerca que separaba nuestra finca de la de las Zassekine terminaba en una pared medianera. Oculto entre las ramas bajas del árbol, podía ver fácilmente todo lo que ocurría a mi alrededor, al menos en la medida en que lo permitía la oscuridad de la noche.
Había un sendero que pasaba precisamente por el pie del abeto. Aquel camino misterioso se estiraba como una serpiente y pasaba por debajo de la cerca en un punto donde era evidente que un intruso la había saltado, y en varias ocasiones, a juzgar por las huellas. Más lejos iba a perderse en una glorieta enteramente cubierta de acacias. Me deslicé hasta el árbol, y me puse al acecho, pegado a su tronco.
La noche era tan serena como la víspera, pero el cielo aparecía menos cubierto y se distinguían más claramente las siluetas de los matojos y de algunas flores altas. Los primeros minutos de espera me parecieron penosos y casi terroríficos. Dispuesto a todo, reflexionaba acerca de la conducta a seguir. ¿Debía gritar, con voz de trueno: “¿Adónde vas? ¡Ni un paso más! ¡Confesa, o eres muerto!”, ¿o bien golpear en silencio?... Cada rumor, cada hoja agitada por el viento adquiría en mi imaginación un significado extraordinario... Inclinado hacia delante, acechaba... Media hora transcurrió así, y después una hora; mi sangre se apaciguaba; una idea insidiosa empezaba a adueñarse de mi espíritu: “¿Y si me hubiese equivocado, si me estuviese cubriendo de ridículo, si Malevsky se hubiese burlado de mí?”
Salí de mi escondrijo y di una vuelta por el parque. Ni un rumor; todo reposaba; nuestro perro dormía, enroscado, ante la puerta... Escalé las ruinas del invernadero, contemplé el campo que se extendía hasta perderse de vista, y, recordando mi encuentro con Zinaida en aquel mismo lugar, me abismé en mis reflexiones.
De pronto, me estremecí... Me pareció oír el leve chirrido de una puerta que se abría, y después el crujido de una rama muerta... En dos saltos bajé el suelo y permanecí inmóvil... Un paso ligero, rápido pero prudente, se oyó en el jardín... Alguien se acercaba... “¡Aquí está... al fin!”
Con brusco ademán, saqué el cuchillo de mi bolsillo y lo abrí... Chispas rojas bailaban ante mis ojos, y los cabellos se me erizaban de cólera y de miedo a un tiempo... El hombre se acercaba a mí en línea recta... Me agaché, dispuesto a saltar... ¡Dios mío!... ¡Era mi padre!
Aunque iba envuelto completamente en una capa negra y con el sombrero calado hasta los ojos, le reconocí inmediatamente. Pasó por delante de mí sin advertir mi presencia, a pesar de que nada me disimulaba a sus miradas... Pero me hallaba tan encogido sobre mí mismo, que casi debía estar a ras del suelo... Otelo, celoso y dispuesto a asesinar, se convirtió de nuevo en un colegial.
La aparición de mi padre me había causado tal espanto, que ni siquiera fui capaz de determinar de dónde había aparecido ni en qué dirección se había alejado. Cuando volvió a hacerse el silencio a mi alrededor, me levanté y me pregunté estupefacto: “¿Por qué irá mi padre a pasear de noche por el parque?”
En mi sorpresa, se me había caído de la mano el cuchillo y ni siquiera me tomé la molestia de buscarlo, tan dolido estaba... Era algo más fuerte que yo, y me sentía completamente desorientado...
Sin embargo, de vuelta a mi casa, me acerqué al banco del abedul, y dirigí una mirada a la ventana de Zinaida. Los pequeños cristales, ligeramente convexos, mostraban, un reflejo débil y azulado a
la pálida claridad del cielo nocturno... De pronto, el tono cambió... Una mano bajaba suavemente, muy suavemente -lo vi con claridad- un visillo blanco que descendió hasta cubrir totalmente la ventana y permaneció inmóvil.
“¿Qué quiere decir esto?”
Me había formulado la pregunta casi en voz alta, a mi pesar, una vez en mi cuarto.
“¿Habré soñado? ¿Será una coincidencia, o...?”
Mis sospechas eran tan extrañas e inesperadas, que no me atrevía a profundizar en ellas...
XVIII
Me levanté con fuerte jaqueca. La agitación de la víspera había desaparecido, substituida por un sentimiento penoso de estupor y de tristeza como jamás hasta entonces lo había experimentado... Como si algo se estuviera muriendo en mi interior...
-¿A qué viene ese aspecto, como el de un conejo al que hubieran amputado la mitad del cerebro? -me preguntó Luchine, con quien me encontré.
Durante todo el almuerzo, dirigí miradas furtivas a mis padres; mi padre aparecía tranquilo, como de costumbre; mi madre se irritaba por todo y por nada.
Me pregunté si mi padre me hablaría amistosamente, como hacía de vez en cuando... Pues bien, no obtuve ni siquiera aquella especie de ternura fría que me concedía generalmente cada día...
“¿Tendré que decírselo todo a Zinaida?”, me pregunté. “Poco importa, puesto que en adelante todo ha terminado entre nosotros...” Fui a su casa, pero nada pude decirle, ni siquiera hablarle como me había propuesto hacerlo. Su hermano menor, de unos doce años, alumno de una escuela de cadetes de San Petersburgo, había llegado para pasar las vacaciones con su madre, y la joven me lo traspasó inmediatamente.
-He aquí un buen camarada para usted, mi querido Volodia (era la primera vez que me llamaba así)... Los dos llevan el mismo nombre. Sean amigos, se lo ruego; mi hermano es todavía un poco salvaje, pero tiene tan buen corazón... Acompáñale a visitar el parque Neskuchny, paseen juntos, tómele bajo sus alas... ¿No le importa, verdad? Es usted tan bueno...
Apoyó tiernamente sus manos en mis hombros; yo no supe qué contestar. La llegada de aquel niño me convertía a mí en un colegial.
Miré al cadete en silencio; por su parte, él me miró sin decir nada. Zinaida se echó a reír y nos empujó a uno hacia el otro:
-¡Vamos, abrácense, chiquillos! Obedecimos.
-¿Quieres que te acompañe al jardín? propuse al hermanito. -Como usted guste, señor -me contestó el chiquillo, con voz ronca y marcial.
Zinaida soltó la carcajada.
Tuve tiempo de observar que jamás su rostro había mostrado tan bellos colores.
Salimos con mi nuevo compañero. En el parque había un viejo columpio. Le invité a sentarse en él y me dediqué a columpiarle. El chiquillo se mantenía muy rígido en su uniforme nuevo, de tela gruesa, con anchos adornos de oro, y se agarraba enérgicamente a las cuerdas.
-¡Desabróchate el cuello! -le grité.
No tiene importancia, señor, estoy acostumbrado me respondió, aclarándose la voz.
Se parecía mucho a su hermana, sobre todo los ojos. Me complacía, ciertamente, prestarle un servicio, pero la misma tristeza seguía royéndome el corazón.
“Ahora soy realmente un niño”, me dije, “pero ayer...” Recordé el lugar donde había dejado caer mi cuchillo y logré encontrarlo. El chiquillo me lo pidió, cortó un grueso tallo de caña, se hizo con él una flauta y se la llevó a los labios... Otelo le imitó inmediatamente.
Pero, ¡cuántas lágrimas vertería, el mismo Otelo, aquel anochecer, en brazos de Zinaida, cuando ésta le descubrió en un rincón solitario del parque y le preguntó la causa de su tristeza!
-¿Qué le pasa?... Pero ¿qué tiene usted, Volodia? -repetía la joven.
Viendo que me negaba obstinadamente a contestarle y seguía llorando, puso sus labios en mi húmeda mejilla. Yo aparté el rostro y balbucí, entre sollozos.
Lo sé todo... ¿Por qué se ha burlado de mí? ¿Para qué necesitaba mi amor?
-Sí, soy culpable para con usted, Volodia... ¡Oh, sí, soy muy culpable! Agregó, estrujándose los brazos-. Pero hay tantas fuerzas oscuras y malignas en mí, tanto pecado... Pero ahora ya no me burlo de usted; le amo, no puede figurarse cómo ni por qué... Pero, cuénteme eso que dice que sabe.
¿Qué podía decirle yo? Zinaida estaba allí, ante mí, y me miraba... y en cuanto su mirada se sumergía en la mía, le pertenecía en cuerpo y alma...
Un cuarto de hora más tarde, correteaba con el hermanito y Zinaida... Ya no lloraba; reía, y lágrimas de alegría resbalaban por mis mejillas hinchadas... Llevaba como corbata una cinta de Zinaida; lanzaba gritos de placer cada vez que conseguía coger a la joven por el talle... Sí, Zinaida podía hacer de mí lo que se le antojara.
XIX
Me hubiesen puesto en un buen aprieto, si me hubiesen pedido que relatara con detalle todo lo que experimenté en el curso de la semana que siguió a mi infructuosa expedición nocturna. Fue para mí una época extraña y febril, una especie de caos en el que los sentimientos más contradictorios, los pensamientos, las sospechas, las alegrías y las tristezas danzaban en mi espíritu. Temía estudiarme a mí mismo, en la medida en que podía hacerlo a mis dieciséis años. Temía conocer mis propios sentimientos. Sólo tenía prisa para llegar al fin de cada jornada. Por la noche dormía... protegido por la despreocupación de los adolescentes. No quería saber si me amaban y no me atrevía a confesar lo contrario. Evitaba a mi padre... pero no podía rehuir a Zinaida... Una especie de fuego me devoraba en su presencia. Pero ¿para qué discriminar en qué consistía aquella llama que me consumía?... Me entregaba a todas mis impresiones, pero no era franco conmigo mismo. Rechazaba los recuerdos y cerraba los ojos ante todo lo que el porvenir me permitía presentir... Aquel estado de tensión no hubiese podido prolongarse durante mucho tiempo no... Pero el estallido de un trueno puso brusco fin a todo aquello y me orientó hacia un nuevo camino...
Un día, cuando volví a casa para la cena, tras un largo paseo, me enteré con asombro de que me sentaría solo a la mesa: mi padre se hallaba ausente, y mi madre, enferma, se había encerrado con llave en su habitación. El rostro de los criados me permitió adivinar que acababa de producirse algo extraordinario... No me atreví a interrogarlos, pero como estaba en excelentes relaciones con Felipe, nuestro joven mayordomo, gran cazador y aficionado a la guitarra, acabé por dirigirme a él.
Me hizo saber que acababa de producirse una escena terrible entre mis padres. En la cocina lo habían oído todo, hasta la última palabra; habían dicho muchas cosas en francés, pero Macha, la criada, que había vivido más de cinco años en París, al servicio de una modista, lo había comprendido todo. Mamá había acusado a mi padre de infidelidad, y le había reprochado sus visitas excesivamente frecuentes a nuestra joven vecina. Al principio, mi padre había intentado defenderse, pero al fin, estallando bruscamente, había pronunciado algunas palabras muy duras acerca de “la edad de madame”; y mi madre se había echado a llorar.
Luego, volviendo a la carga, mamá había aludido a una letra de cambio que al parecer había dado ella misma a la vieja princesa, y se había permitido observaciones muy crueles acerca de ésta y de su hija. Al oírla, mi padre la había amenazado...
Todo ha sido por culpa de una carta anónima -agregó Felipe-. Todavía no se sabe quién pudo escribirla; pero sin ella, jamás se hubiese descubierto el lío.
Pero ¿es qué realmente ha habido algo? -logré articular con esfuerzo, sintiendo que las piernas y los brazos se me helaban, mientras algo se estremecía en mi pecho.
Felipe guiñó un ojo con expresión de entendido:
-¡Qué quiere usted! Son cosas que no pueden ocultarse eternamente... Su padre ha sido muy prudente, pero no ha podido menos, por ejemplo, de alquilar un coche... Siempre hay que recurrir a la servidumbre...
Despedí al mayordomo y me derrumbé en mi cama...
No lloré, no me entregué a la desesperación, no me pregunté cuándo ni cómo se había producido aquello, no me asombré de no haberlo adivinado antes, ni siquiera acusé a mi padre... Lo que acababa de saber era algo superior a mis fuerzas... Estaba anonadado, aniquilado... Todo había terminado... Mis hermosas flores yacían, esparcidas a mi alrededor, pisoteadas, marchitas.
XX
Al día siguiente, mamá anunció que volvía a la ciudad.
Mi padre entró en su habitación y permaneció largo rato en conversación con ella. Nadie oyó lo que dijeron, pero mi madre dejó de llorar. Recobró visiblemente la calma y pidió el desayuno, pero permaneció inquebrantable en su decisión y no abandonó su habitación. Durante todo el día vagué aturdido, pero no bajé al jardín y evité mirar una sola vez en dirección al pabellón.
Al atardecer fui testigo de un acontecimiento extraordinario. Mi padre acompañaba a Malevsky al vestíbulo, teniéndolo sujeto por el brazo, y le decía con voz glacial, en presencia de la servidumbre: Hace unos días, en cierta casa, le enseñaron la puerta a su Excelencia... No quiero explicaciones por el momento, pero me importa hacerle saber que si jamás se atreve a volver a mi casa, le echaré de ella por la ventana... No me gusta demasiado su escritura...
El conde se inclinó, apretó los dientes, encogió la cabeza entre los hombros y se retiró con las orejas gachas.
Comenzaron los preparativos para nuestra marcha. Poseíamos un inmueble en Moscú, en el barrio de Arbat. Evidentemente, mi padre ya no deseaba prolongar nuestra estancia en la villa, pero había logrado persuadir a mi madre de la necesidad de evitar el escándalo.
Todo se llevó a cabo sin falsa precipitación. Mamá había pedido que la despidieran de la vieja princesa, excusándose por no haber ido a despedirse de ella personalmente antes de la marcha, a causa de su estado de salud.
Yo vagaba como un alma en pena, obsesionado por un solo deseo: el de acabar cuanto antes. Sin embargo, un pensamiento me acuciaba: ¿cómo era posible que Zinaida, siendo todavía una muchacha, y, además, princesa, hubiera sido capaz de aquello, sabiendo que mi padre no era libre y que, en cambio, Belovzorov se hubiese casado con ella? ¿En qué habría pensando? ¿Cómo no había temido echar a perder su porvenir?... “Así es el verdadero amor, la verdadera pasión, la entrega sin limitaciones”, me decía yo... Recordé una frase de Luchine: “Por lo visto hay mujeres que encuentran placer en el sacrificio...”
Divisé una mancha blanca en la ventana de la fachada... ¿Zinaida? Sí, ella era... No pude resistir la tentación. No podía separarme de ella sin despedirme por última vez... Esperé un momento propicio y corrí al pabellón.
La vieja princesa me recibió en el salón, sucia y desaliñada, como de costumbre.
-¿A qué se debe que sus padres se marchen tan precipitadamente? me preguntó, llenándose la nariz de rapé.
La miré y me tranquilicé. La “letra de cambio” mencionada por Felipe me preocupaba... Pero la anciana nada sabía. Al menos eso creí entonces.
Zinaida apareció en el umbral de la estancia contigua, vestida de negro, pálida, con la cabellera suelta... Me cogió de la mano y me llevó con ella, sin decir palabra.
-He oído su voz y he salido enseguida -empezó-. Así pues, niño malo, ¿será usted capaz de abandonarnos tan fácilmente?
He venido a decirle “hasta más ver”, princesa murmuré-, y probablemente “adiós”... Sin duda le habrán comunicado ya nuestra marcha.
Zinaida me miró fijamente.
-Sí, me lo han dicho. Gracias por haber venido. Creí que no volvería a verle. No se lleve mal recuerdo de mí. Sé que le he hecho desdichado más de una vez, pero no soy lo que usted cree.
Se volvió de espaldas a mí y quedóse de cara a la ventana.
-No, no lo soy... Sé que piensa usted mal de mí...
-¿Yo?
-Sí, usted, usted...
-¿Yo? -repetí, con amargura. Y mi corazón se estremeció de nuevo, subyugado por su hechizo indefinible, pero tan poderoso-. ¿Yo? Sean cuales sean sus acciones, Zinaida Alexandrovna, y por mucho que me toque sufrir por su causa, sepa que seguiré amándola y adorándola hasta el fin de mis días.
Zinaida se volvió bruscamente hacia mí, abrió los brazos y me abrazó con calor. Sabe Dios a quién iría destinado aquel beso de despedida; pero aun así saboreé ávidamente su dulzura. Sabía que no había de repetirse jamás. Adiós... adiós...
Zinaida dejó de abrazarme y se apartó de mí. Yo también me retiré... No podría describir el sentimiento que experimenté en aquel momento; no me gustaría volver a sentirlo, pero me consideraría desdichado si no lo hubiese conocido jamás...
Nos fuimos a la ciudad, y me costó largo tiempo cortar con el pasado y ponerme de nuevo al trabajo. La herida se cicatrizaba, pero lentamente.
Cosa extraña, no sentía el menor resentimiento contra mi padre; al contrario, mi consideración por él había aumentado... Dejo a los psicólogos la tarea de explicar esta paradoja... si pueden.
Un buen día, paseando por un bulevar, me crucé con Luchine, y no disimulé mi alegría. El doctor me era sumamente simpático por su carácter entero y leal. ¡Además, evocaba en mi corazón tantos recuerdos queridos! Me acerqué a él con entusiasmo.
-¡Ah, es usted, jovencito! -dijo frunciendo el ceño-. Espere que le vea bien... A ver... La tez está un poco marchita, pero los ojos ya no tienen aquel resplandor morboso... ya no parece un perrito atado, sino un hombre libre... Así me gusta... Bueno, ¿qué tal? ¿Estudia mucho?
Suspiré. No quería mentir, pero, al mismo tiempo, me daba vergüenza confesar la verdad.
Vamos, vamos, no se preocupe... Esto no tiene importancia... Lo esencial es tener un género de vida normal y no dejarse extraviar por la pasión. Malo, muy malo. No conviene que llegue una ola y se lo lleve a uno; es preciso refugiarse tras una piedra y conseguir al menos tenerse en pie. En cuanto a mí, esa tos... Ya lo ve... A propósito, ¿no sabe lo que ha sido de Belovzorov?
No, no sé nada.
-Ha desaparecido... Me han dicho que se marchó al Cáucaso. Que esto le sirva de lección, jovencito... Y todo esto se debe a que uno no sabe librarse de las redes... En cuanto a usted, me parece que ha logrado salir indemne... Pero, mucho cuidado... Otra vez no se deje cazar... ¡Adiós!
--No, no volveré a dejarme cazar”, me dije. “No volveré a verla...”
Pero el destino lo dispuso de otro modo, y aún debía ver, una vez más, a Zinada.
XXI
Cada día mi padre salía a caballo. Poseía un noble ejemplar inglés, de pelaje rojo gris, cuello largo y esbelto y largas patas. Sólo mi padre podía montarlo.
Una vez entró en mi cuarto e inmediatamente advertí que estaba de excelente humor, cosa que hacía mucho tiempo no ocurría. Iba a partir y ya se había puesto las espuelas. Le pedí que me llevara con él.
-Sería inútil me contestó-. No podrías seguirme con tu jamelgo.
-Sí, me pondré espuelas, como tú.
-Bueno, pues ven, si eso te divierte.
Nos pusimos en camino. Yo tenía un caballito negro, cubierto enteramente de pelo, muy fuerte de patas y muy avispado. Cierto es que había que lanzarlo a todo correr cuando el Eléctrico de mi padre se ponía al galope; pero, aun así, no me rezagaba.
Jamás he visto a otro jinete como mi padre; se mantenía en la silla con tanta gracia y soltura que hubiérase dicho que hasta el caballo se daba cuenta de ello y se sentía orgulloso de su amo. Pasamos por todos los bulevares, dimos la vuelta al Campo Devichié, saltamos varias cercas (al principio yo tenía miedo, pero como sabía que mi padre odiaba a los cobardes, de buena o de mala gana, acabé por dominarme), cruzamos dos veces el río Moscova... Cuando ya me decía que íbamos a volver a casa, tanto más cuanto que mi padre se había dado cuenta del cansancio de mi caballo, de pronto se lanzó a todo correr en dirección del vado de Krismky. Le alcancé. Cuando llegamos a la altura de un montón de viejas vigas, mi padre se apeó ligeramente, me ordenó imitarle, me tendió las riendas de Eléctrico y me indicó que le esperara allí. Después dobló por un callejón y desapareció. Yo empecé a pasear por delante del parapeto del muelle, llevando detrás de mí a los dos caballos y luchando con Eléctrico, que no cesaba de mover la cabeza, de tirar de las riendas, de resollar y de relinchar; en cuanto me detenía, piafaba con las cuatro patas, mordisqueaba a mi caballito, lanzaba relinchos agudos y se comportaba como un auténtico pura sangre.
Mi padre no volvía. Una humedad desagradable ascendía del río. Empezó a lloviznar, y las vigas grises, cuya vista empezaba a hartarme, se cubrieron de manchitas negruzcas.
Me aburría mortalmente, y mi padre seguía sin volver. Un viejo guarda finlandés, tocado con un enorme shako en forma de maceta y una alabarda en la mano (¿qué estaría haciendo en los muelles de Moscú?) se acercó a mí y me miró con su rostro arrugado de vieja campesina:
-¿Qué hace usted aquí con sus caballos, señor? Páseme las riendas por favor, y se los guardaré yo.
No respondí. Entonces me pidió tabaco. Para librarme de él, avancé unos pasos en dirección al callejón. Luego me adentré por él, doblé la esquina, y me detuve... Acababa de ver a mi padre, a unos cuarenta pasos de mí, apoyado en el alféizar de la ventana abierta de una casita de madera. En el interior de la estancia se hallaba una mujer vestida con ropas oscuras, semioculta tras un visillo. La mujer hablaba con mi padre: era Zinaida.
Permanecí con la boca abierta... Sin duda era lo último que hubiese esperado ver. Mi primer impulso fue huir. “Mi padre se volverá”, me dijo, “y entonces estoy perdido...” Pero un sentimiento extraño, más fuerte que la curiosidad y aun que los celos, me retuvo donde estaba. Seguí mirando y agucé el oído. Mi padre parecía insistir, y Zinaida no estaba de acuerdo con él. Jamás olvidaré su rostro tal como lo vi entonces triste, grave, con una expresión de fidelidad indescriptible, y, sobre todo, de desesperación; sí, de desesperación; es la única palabra que encuentro para describirla. La joven respondía con monosílabos, los ojos bajos, y se limitaba a sonreír con expresión humilde y obstinada a la vez.
Sólo en aquella sonrisa reconocía a la Zinaida de otros tiempos. Mi padre se encogió de hombros, hizo un ademán como para arreglarse el sombrero -gesto de impaciencia muy característico en él-, y oí que decía: “Debes separarte de esa...” Zinaida se irguió y extendió el brazo... Y entonces se produjo algo increíble: mi padre levantó bruscamente la fusta con la cual fustigaba los faldones polvorientos de su levita y golpeó con violencia el brazo de la joven, desnudo hasta el codo. Apenas pude reprimir un grito. Znaida se estremeció, miró a mi padre en silencio, se llevó lentamente la mano de mi padre a los labios y la besó... Mi padre tiró la fusta, subió corriendo los peldaños de la escalera exterior y saltó al interior de la casa... Zinaida se volvió, extendió los brazos, irguió la cabeza y desapareció...
Asustado y estupefacto, eché a correr, crucé la calleja, estuve a punto de dejar escapar a Eléctrico, y, finalmente, me encontré de nuevo en el muelle.
Sabía muy bien que mi padre, a pesar de su calma y de su autodominio, era víctima de tales ataques de ira; sin embargo, no lograba comprender la escena de la que acababa de ser testigo... Ya entonces comprendí que Jamás podría olvidar el gesto, la mirada y la sonrisa de Zinaida, que su nuevo rostro jamás se borraría de mi memoria... Contemplaba el río, como un autómata, y no me daba cuenta siquiera de las lágrimas que surcaban mis mejillas... Sólo pensaba: “Le pegan...”
-¡Eh, dame mi caballo! -gritó mi padre, detrás de mí. Maquinalmente, le devolví las riendas. Y él saltó a lomos de Eléctrico. El caballo, transido de frío, pegó un salto de tres metros... Mi padre lo dominó rápidamente, le trabajó los ijares con las espuelas y le golpeó en el cuello con el puño...
-¡Lástima que no tenga la fusta! murmuró. Recordé el silbido de la fusta, un momento antes.
-¿Qué has hecho con ella? me arriesgué a preguntarle, tras un silencio.
No me respondió, y adelantándome, lanzó su caballo al galope. Le alcancé: tenía grandes deseos de ver su rostro.
-¿Te has aburrido esperándome? me preguntó, apretando los dientes.
-Un poco. ¿Dónde has perdido la fusta? -volví a preguntarle. Me lanzó una mirada rápida.
-No la he perdido... La he tirado...
Bajó la cabeza, sumido en sus pensamientos, y por primera vez advertí cuánta ternura y dolor podían expresar sus rasgos austeros. Volvió a lanzarse al galope, pero yo no logré alcanzarle y llegué a casa un cuarto de hora después que él.
“Así que eso es el amor”, me decía yo, por la noche, sentado ante mi mesa de trabajo, encima de la cual habían reaparecido los libros y los cuadernos. “Así es la verdadera pasión... ¿No puede uno rebelarse, enfurecerse, aun cuando adore la mano que le golpea?... Es preciso creer que sí cuando se ama de verdad... Y yo, imbécil de mí, creía que...”
En un mes había madurado mucho, y mi pobre amor, con todas sus inquietudes y sus tormentos, me pareció muy pequeño, muy pueril, muy mezquino, ante aquello desconocido que apenas vislumbraba ante aquel rostro extraño, seductor pero terrible, que intentaba en vano discernir en la penumbra...
Aquella noche tuve un sueño singular, espantoso... Penetraba en una estancia baja de techo y oscura; mi padre estaba en ella, armado con su fusta, y golpeaba el suelo con el pie; acurrucada en un rincón, se hallaba Zinaida, quien llevaba una marca roja, no ya en el brazo, sino en la frente... Belozorov estaba de pie detrás de ella, cubierto de sangre, entreabría sus pálidos labios y hacía en dirección de mi padre un gesto de amenaza...
Dos meses más tarde ingresé en la universidad, y seis meses después mi padre moría de un ataque de apoplejía, en San Petersburgo, donde acabábamos de instalarnos. Pocos días antes, había recibido una carta de Moscú que le había causado extraordinaria agitación... Había ido a suplicar a mi madre y -cosa increíble- me dijeron que había llorado.
En la madrugada del mismo día en que debía morir, había empezado a escribir una carta, dirigida a mí, en francés: “Hijo mío, desconfía del amor de una mujer, desconfía de esta dicha, de este veneno...” Después de su muerte, mi madre envió una fuerte suma a Moscú...
XXII
Cuatro años transcurrieron... Yo acababa de terminar mis estudios en la universidad y aún no estaba muy decidido acerca de mis futuras actividades, no sabiendo a qué puerta llamar. Entre tanto, no hacía nada. Una noche, en el teatro, encontré a Maidanov. Se había casado y se había labrado una posición. Pero no por ello lo encontré cambiado: los mismos entusiasmos desplazados, y los mismos ataques de melancolía negra y súbita.
A propósito me dijo-, ¿sabe usted que la señora Dolskaia está aquí?
-¿La señora Dolskaia? ¿Quién es?
-¡Cómo! ¿Ya la ha olvidado? ¡Vamos, hombre, la ex princesa Zassekine, de quien todos estábamos enamorados... ¿No se acuerda?... El pequeño pabellón junto al Neskuchny...
-¿Se ha casado con Dolsky?
-Sí.
-¿Y está aquí, en el teatro?
No, pero se encuentra de paso en San Petersburgo. La señora Dolskaia ha llegado hace pocos días y tiene la intención de ir a pasar una temporada en el extranjero.
-¿Qué clase de hombre es su marido?
Un excelente muchacho, un antiguo colega de Moscú... Ya comprenderá usted que después de aquella historia... Usted estará mejor enterado que nadie... -y al decir estas palabras, sonrió con una sonrisa cargada de segundas intenciones-, no había de serle nada fácil casarse... La cosa tuvo consecuencias... Pero con su inteligencia nada es imposible::. Vaya usted a verla, se alegrará... Todavía está más hermosa...
Maidanov me dio la dirección de Zinaida. Se había instalado en el hotel Demont... Viejos recuerdos se agitaron en el fondo de mi corazón, y me prometí ir a ver al día siguiente al objeto de mi antigua “pasión”.
Algo me lo impidió... Transcurrieron ocho días, y luego otros ocho. Al fin, cuando acudí al hotel Demont y pregunté por la señora Dolskaia me comunicaron que había muerto, cuatro días antes, al dar a luz a un niño.
Me pareció que algo se derrumbaba en mi interior. La idea de que hubiese podido verla y no la había visto, y de que no volvería a verla jamás se adueñó de todo mi ser con fuerza inaudita, como un reproche amargo.
-¡Muerta! -repetí, mirando al portero del hotel con ojos ciegos.
Salí lentamente del edificio y me alejé al azar, caminando derecho ante mí, sin saber a dónde iba... ¡He aquí el final, el término que acechaba a aquella vida joven, febril y brillante!
Esto me decía yo mientras imaginaba sus rasgos queridos, sus ojos, sus rizos dorados, encerrados en un ataúd estrecho, en la penumbra húmeda de la tierra... Y aquello, muy cerca de mí, que vivía aún..., a pocos pasos de mi padre, que ya no existía...
Me perdía en estas reflexiones, forzaba mi imaginación, y, sin embargo, un verso insidioso resonaba dentro de mi alma:
Labios impasibles que han hablado de la muerte.
Y me enteré de ello con indiferencia.
¡Nada puede conmoverte, oh juventud! Pareces poseer todos los tesoros de la tierra; hasta la tristeza te hace sonreír, y el dolor te adorna. Estás segura de ti misma, y, en tu temeridad, clamas: “¡Mirad, sólo yo vivo!” Pero los días transcurren, innumerables y sin dejar rastro; la materia de que uno está formado se derrite, como cera al sol, como la nieve... Y -¿quién sabe?-, es posible que tu felicidad no resida en tu omnipotencia, sino en tu fe. Tu felicidad consistiría en emplear energías que no -tienen otra salida. Cada uno de nosotros se cree muy seriamente pródigo y pretende tener derecho a decir: “¡Qué cosas hubiese hecho de no haber derrochado el tiempo!”
Yo mismo... ¡cuántas cosas he esperado! ¡En cuántas he confiado! ¡Qué porvenir radiante preveía en el mismo momento en que saludaba con un suspiro melancólico el fantasma de mi primer amor, resucitado por el espacio de un instante!
De todo aquello, ¿cuánto se ha realizado? Ahora que las sombras del atardecer empiezan a envolver mi vida, ¿qué queda en mí, más lozano y más querido, que el recuerdo de aquella tormenta matutina, primaveral y fugaz?
Pero obro mal al maldecir de mí mismo. A pesar de la despreocupación de la juventud, no permanecí sordo a la llamada de aquella voz melancólica, de aquella advertencia solemne que salía del fondo de una tumba... Pocos días después de haberme enterado de la muerte de Zinaida, asistía, por voluntad propia, a los últimos momentos de una pobre anciana que vivía cerca de mi casa. Cubierta de harapos, extendida sobre unas planchas rugosas, con un saco a guisa de almohada, la anciana tuvo una agonía lenta y penosa... Toda su existencia había transcurrido en una lucha amarga contra las necesidades de la vida cotidiana. No había conocido la alegría; jamás había acercado los labios al cáliz de la felicidad: ¿no hubiese debido alegrarse ante la perspectiva de la liberación, de la libertad y del reposo de que por fin iba a gozar? Y, sin embargo, todo su cuerpo decrépito luchó tanto tiempo como le fue posible, y su pecho se levantó todavía bajo la mano helada que lo oprimía, mientras las fuerzas no la abandonaron por completo. La anciana se persignó piadosamente y murmuró:
-¡Señor, perdóname mis pecados!
La expresión de terror y de angustia ante la muerte sólo se apagó en el fondo de sus ojos al mismo tiempo que el último resplandor de vida...
Y recuerdo que fue junto a la cabecera de aquella pobre anciana donde sentí miedo, de pronto, por Zinaida, y quise rezar por ella, por mi padre... y por mí.